Columna

La España irreformable

La fase de ruptura del procés ha traído consigo la polarización del electorado español

Imagen del Congreso de los diputados. Uly Martín

El argumento nuclear del independentismo catalán es que España es irreformable. La idea general es que, tras innumerables esfuerzos, este país está cerrado a reconocer a Cataluña como parte del mismo, así que solo queda marcharse. Ahora bien, el argumento tiene importantes pegas. ¿Acaso España no se ha descentralizado estos 40 años, aun siendo un modelo perfectible? ¿Acaso los partidos nacionalistas no nos han cogobernado cada vez que el PP o el PSOE estaban en minoría, la mitad del ...

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El argumento nuclear del independentismo catalán es que España es irreformable. La idea general es que, tras innumerables esfuerzos, este país está cerrado a reconocer a Cataluña como parte del mismo, así que solo queda marcharse. Ahora bien, el argumento tiene importantes pegas. ¿Acaso España no se ha descentralizado estos 40 años, aun siendo un modelo perfectible? ¿Acaso los partidos nacionalistas no nos han cogobernado cada vez que el PP o el PSOE estaban en minoría, la mitad del periodo democrático? ¿No es más bien que se hace una caricatura interesada de lo que es España?

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Pese a estas críticas no se puede minimizar la dificultad de la tarea. Los severos requisitos de la reforma constitucional y una interpretación restrictiva de la Carta Magna convierten su cambio en una aventura complicada. La sacralización de su texto con el “mito de la Transición” tampoco ha ayudado a entender que, con voluntad, se trata de un instrumento flexible. Un instrumento que debería servir para blindar un modelo descentralizado al margen de mayorías coyunturales.

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Además, los incentivos electorales generan un sudoku complejo. Primero, porque al margen de Cataluña existen otras 16 comunidades que también tienen algo que decir, con deseos de autogobierno divergentes. Segundo, porque partidos indispensables como el PP (y algo menos el PSOE), tienen bases electorales más centralistas, lo que les hace menos receptivos a mayor descentralización. Y finalmente, porque el nuevo multipartidismo introduce más actores con poder de veto en competencia electoral, generando posiciones aún más rígidas.

Por si fuera poco, la dificultad de España para reformarse tiene algo de profecía autocumplida del independentismo. La fase de ruptura del procés ha traído consigo, más allá de la fractura catalana, la polarización del electorado español y menor margen para la transacción. En paralelo se abrirá el melón de la reforma constitucional, pero ni Podemos ni el nacionalismo catalán y vasco están en la mesa, señal de quiénes se arriesgan a ser parte del menú. Es más, dado que el tema territorial divide más a la izquierda que a la derecha, su prevalencia como eje de competición puede hacer más difícil la alternancia política en el corto plazo.

Cataluña nunca ha sido lo suficientemente fuerte para marcharse unilateralmente de España, pero sí para causarle una crisis constitucional. En eso estamos, pero es indudable que la persecución de un Estado propio sin reparar en costes (dentro y fuera de Cataluña) ha cegado aún más el camino de reformas que acomoden las demandas tradicionales del catalanismo político. A la espera de las elecciones del 21 de diciembre, el resultado tangible del procés puede acabar siendo un cierre en clave de nacionalismo español de la crisis política, económica y social más severa de los últimos 40 años.

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