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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Les llamamos refugiados pero no les damos refugio

El campo francés de Porte de la Chapelle se ha convertido en un violento embudo

Inmediaciones de Porte de la Chapelle el 7 de julio de 2017.Eric Feferberg (AFP)

“The line!”, grita un gendarme francés golpeando una valla. “The line!”, repite otro casi al unísono. Frente a ellos, un centenar de personas se amontonan ejerciendo presión hacia delante. Unos intentarán colarse en los huecos libres entre los escudos de los policías y el metal. Otros avanzarán posiciones aprovechando el espacio generado tras los gases lacrimógenos. “The line!”. Lo que hace unas horas era una larga fila de mantas en el suelo se ha convertido en un violento embudo. Así abre sus puertas cada mañana el campo de refugiados de París.

Situado en el norte, en la frontera de la metrópoli, donde las calles dejan de ser calles y pasan a ser autovías, con cámaras de seguridad y enormes viviendas de alquiler social a su alrededor. Esto es Porte de la Chapelle. Inaugurado a golpe de flashes y portadas en noviembre de 2016 (tras el desmantelamiento de la llamada Jungla de Calais) este campo humanitario pretendía evitar la formación periódica de asentamientos callejeros en la ciudad

Pues bien. No lo ha conseguido.

Al menos 700 refugiados (una estimación basada en el número de cenas repartidas durante el Ramadán) y migrantes procedentes en su mayoría de Afganistán, Sudán, Eritrea y algunos países de África Occidental estuvieron acampando alrededor, sorteando los bloques de hormigón y las verjas colocadas intencionalmente para impedir los asentamientos. La cifra se eleva a 2.000 según la policía francesa, pues ese es el número de personas que en la madrugada del 7 de julio fueron desalojados del área, para trasladar a los migrantes a otros alojamientos temporales, como pabellones polideportivos, en París y alrededores. Y no es la primera vez: otros 1.600 habían sido desalojados en mayo. Cinco días después del último desalojo, el primer ministro galo, Edouard Philippe, anunció un plan que contempla la creación de 7.000 nuevas plazas a dos años vista.

“Es responsabilidad del Estado francés cambiar esta situación”, reconoce una trabajadora de la organización de ayuda a migrantes Emmaüs, que prefiere no dar su identidad. “En el campo hay un tiempo límite de diez días, pero desde hace meses este no se vacía lo suficiente para que los recién llegados puedan entrar rápidamente y ser reenviados a los CAO (Centros de Acogida y Orientación) presentes en diferentes pueblos y ciudades de Francia”. Son necesarias dos semanas para que 400 personas sigan ese proceso, pero el número de llegadas diarias es de unas 80; Es decir, más de 1.500 en tres semanas. La diferencia entre estas cifras, como siempre, se refleja en las calles.

El anuncio del Gobierno de Macron apunta una voluntad política de mejorar la situación. Francia es otro de los países europeos que hasta ahora no cumple su obligación de acogida en el marco europeo establecido a finales de 2015. En estos dos años tan solo ha acogido a 4.026 de los 24.071 que se comprometió.

Y es que esto no es nuevo. De alguna forma, la política migratoria francesa ha seguido una lógica de disuasión de los demandantes de asilo desde hace décadas. Esta lógica consiste en dar síntomas de imposibilidad y desbordamiento en la gestión de los flujos de refugiados. Una especie de "no caben más", reflejado en la focalización sobre Calais estos últimos años, donde daba la impresión de que Francia no tenía los medios para garantizar los derechos humanos. Un relato de la historia totalmente falso que se desmintió el pasado mes de octubre con la creación y adjudicación de los CAO a los refugiados que antes sobrevivían en la Jungla. Si no, ¿por qué se permitieron durante tan tiempo los asentamientos informales de Sangatte y Calais?

Francia está a tiempo de actuar evitando la creación de más junglas en su territorio y un aumento de la xenofobia. La victoria de Macron y su "Republique En Marche" convence a pocos y genera más incertidumbres que certezas, pero imaginemos que la visita del presidente francés a Berlín el pasado mes de mayo a la canciller alemana, Ángela Merkel, podría significar un verdadero cambio en la política migratoria a la altura de su historia.

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