Linda Kremer: La voz de Trueba

El director le preguntó: “¿Te gustaría hacer un disco?” Lo que siguió fue un viaje a Brasil con el poeta Arnaldo Antunes

Kremer y Trueba.Gregori Civera

Linda Kremer es como una melodía para piano. Al caminar. Mientras sonríe. Cuando habla. Al rozar, divertida, las puntas del pelo cano de Fernando Trueba descolocadas por el viento. Cadenciosa y delicada. Ella no tiene todavía un hueco en el mundo musical de este país. A él se le ocurrió que no grabar un disco con ella sería imperdonable. Y se lo propuso, un día cualquiera de hace tres años. “Seguro que fue un día bonito y soleado, porque los días tristes y oscuros no se me ocurren grandes ideas”.

El director vio cómo...

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Linda Kremer es como una melodía para piano. Al caminar. Mientras sonríe. Cuando habla. Al rozar, divertida, las puntas del pelo cano de Fernando Trueba descolocadas por el viento. Cadenciosa y delicada. Ella no tiene todavía un hueco en el mundo musical de este país. A él se le ocurrió que no grabar un disco con ella sería imperdonable. Y se lo propuso, un día cualquiera de hace tres años. “Seguro que fue un día bonito y soleado, porque los días tristes y oscuros no se me ocurren grandes ideas”.

El director vio cómo una diminuta Kremer soplaba las velas de su tercer cumpleaños el 23 de abril de 1993. Y desde entonces. “Es sobrina de una amiga mía. Llevo conociéndola ininterrumpidamente desde que era una niña. Es como familia. Como la hija que me hubiera gustado tener”. Se miran y ella le sonríe. Cómplices de un sueño que acaba de nacer de forma oficial –el disco, Ésta es tu casa, se presentó el pasado 10 de junio–, pero que llevaba gestándose toda una vida.

Kremer nació en Buenos Aires, pero ha vivido entre el sur de Francia y Madrid desde que recuerda. Durante ese trote continuo Trueba fue descubriendo que la constante en la vida de aquella niña de melena rubia era la música. “Siendo muy pequeña, cuando cantaba se daba cuenta de que estaba un tono más arriba o más abajo. Paraba, rebobinaba y empezaba de nuevo. Yo pensaba ‘¿qué tiene en la cabeza para saber perfectamente cómo va el instrumento por el que se tiene que guiar?’. Sentido musical innato. Linda tenía eso”.

La joven de nacionalidad francesa fue creciendo. Con 13 años colaboró en el disco Infancia olvidada contra el maltrato a los niños. Empezó a estudiar solfeo, saxo y guitarra. Fue saxo alto en el primer disco de Javier Limón en 2005 y en un tema de la banda sonora de Bienvenido a casa, de David Trueba. Cantó en Navegando por ti de José Luis Perales. Cuando cumplió los 18 años se independizó. Quería vivir de su trabajo. Del que tocara en cada momento: azafata, modelo, camarera…

Siendo aún muy pequeña, cuando cantaba se daba cuenta de si estaba un solo tono desafinada. Paraba, rebobinaba y volvía a empezar

Tal vez no pensara nunca que Trueba, un día de otros tantos en los que iba a comer a su casa, le preguntara: “Oye Linda, ¿a ti te gustaría hacer un disco?”. La cantante apoya el rostro sobre los nudillos mientras rememora la sensación de aquel momento, y simula una mueca de pasmo, “me quedé en shock. Y me lo pintó todo muy negro”. Trueba aclara que quería exponer la realidad, “le dije que ya no se venden tantos discos, que la industria está mal. Que incluso si le iba bien, no creía que fuera posible tener un éxito. Pero también recuerdo que le dije ‘si lo hacemos, es por hacer algo bonito”.

Pudieron más las ganas de ponerlo en marcha que la situación del sector –cuyos ingresos volvieron a descender en 2013 según los informes de la Federación Internacional de la Industria Discográfica (IFPI), la patronal mundial del sector, 10.770 millones de euros frente a los 12.600 de 2012–, y empezaron una primera etapa de decidir “qué nos apetecía hacer, qué tipo de disco, elegir canciones…”, cuentan ambos intercalándose las frases.

Cuando estaban buscando el repertorio recordaron una canción que a veces cantaban juntos en algún viaje en coche. Dos perdidos, del poeta y compositor brasileño Arnaldo Antunes. “Nos encanta. Cuando tenía 15 años le pedía que la pusiera”, rememora ella. “Me hacía ponerla sí o sí. La cantábamos en portugués”, apostilla él. Y tararean al unísono “quando eu quis você, você não me quis…”.

Empezaron a tirar del hilo y se dieron cuenta de que Antunes no era solo una canción. Continuaron probando temas y encontraron su clima. Para el melómano director, el brasileño es un poeta conceptual, vanguardista y experimental, “con una parte en su obra de falso naif, del que puede serlo porque lo sabe todo. Conectaba con la sensibilidad, el humor y la voz de Linda”. A Kremer, sumida en la explicación de Trueba, se le dibuja una media sonrisa: “Siempre me he fiado de él. Me conoce, sabía que me iba a gustar. Y así fue”.

Unos meses después volaban hasta Salvador de Bahía. Fernando Trueba, enamorado explícito de la música brasileña, puntualiza que ir a Brasil no tenía el objetivo de hacer un disco brasileño: “Estábamos buscando un sonido propio, diferente, nuevo, que no tuviera miedo de nada. Pensé que allí había el tipo de músicos y de gente con los que me apetecía hacer esto”.

El Estudio Ilha dos Sapos en Candeal, de Carlinhos Brown, fue invadido durante 15 días por Linda Kremer, Fernando Trueba, Ale Siqueira, el otro productor, y los tres músicos: Alexandre Kassin, con las guitarras y los bajos; Marcelo Jeneci, en teclados y sanfonas, y Tito Oliveira, con los instrumentos de percusión. La cantante abre de par en par sus ya expresivos ojos verdes: “¡Recuerdo el gran instrumental que traían! Llegaron en un camión enorme. Tito, por ejemplo, llevaba una batería electrónica, dos acústicas y como cincuenta percusiones… teníamos el estudio tomado”.

Gregori Civera

Para Trueba, la invasión significó un tiempo y un espacio de creatividad inmensos. “Tres de los mejores músicos de Brasil, ya es mucho decir… Resultó un disco muy complejo musicalmente, original y juguetón, pero a la vez experimental y vanguardista. Pero no coñazo, como normalmente quiere decir vanguardista, sino divertido”. Asegura que ese compendio se nota en la complicidad que destila la música, “solo tres artistas. Y parece una orquesta”.

El trabajo y la exigencia que se impusieron no absorbieron todo el tiempo en el que convivieron, los seis juntos, cerca de las olas que bañaban los 600 metros de ensenada de la playa de Porto da Barra. Durante los primeros días a Trueba le preocupaba lo seria que se encontraba Kremer. “Es tremendamente perfeccionista. Me inquietaba que no disfrutara”.

Ella simula una defensa: “Teníamos la vuelta cerrada, el tiempo exacto. Catorce canciones y 15 días”. Entonces entorna los párpados y abrevia con un deje de nostalgia: “Fue maravilloso”. No puede evitar elegir las cenas como el mejor momento de la jornada. Por las risas y las anécdotas. Y también por la feijoada. Cada una de las noches que pasaron allí, ambos eligieron el típico plato brasileño. “Todos los días decíamos que íbamos a cambiar, pero nos mantuvimos en la feijoada hasta el último día. Es que era tan buena…”, recuerda Trueba. “Aunque los desayunos tampoco estaban nada mal. Eso era un desayuno comida. De hecho comíamos tanto que pasábamos directamente a la cena”, comenta Kremer.

La rutina era levantarse tarde, sobre el mediodía, y después del voraz desayuno, el estudio esperaba hasta la madrugada. El guionista narra con especial afecto la visita de Arnaldo Antunes. “Vino el ultimo día a hacer la colaboración en Yo no soy de tu calle. Fue muy bonito. Oyó lo que habíamos hecho y de repente decía ‘¡joder qué buena idea, esto no se me había ocurrido a mí!”. El trabajo fue intenso, todos aportaban ideas, nuevos sonidos, cambios. Las canciones se recreaban en el estudio, se retocaban, algunas incluso se derribaban y volvían a empezar.

“Me acuerdo que en una ocasión dije: ‘Tiene que sonar como si un domingo por la mañana en la plaza de un pueblo en Grecia una mujer se pone a bailar con un inmigrante marroquí al salir de la iglesia”. Los músicos se quedaron mirando a Trueba con toda la extrañeza que esa frase puede suscitar, “después se rieron. Marcelo cogió el acordeón y la canción empezó a nacer de nuevo como otra cosa totalmente distinta”.

De entre todas, ninguno de los dos es capaz de elegir una favorita. Pero cada una les provoca el orgullo de haberlas construido desde la pasión por lo que se hace y con la energía necesaria “para estos tiempos tan tristes y tan duros”, explica Trueba, tras recordar algo que aprendió de Bebo Valdés: “Hacer feliz a la gente era lo único por lo que él tocaba el piano”. Kremer, a su lado, como los últimos 21 años a intervalos, lo comparte, “hace falta una sonrisa en cualquier parte, si cualquier pequeña cosa en el disco la saca, con eso basta”.

Mayo ha terminado y el cielo de Madrid, grisáceo, no acaba de decidirse por dejar paso a uno de esos días bonitos y soleados en los que a Trueba se le ocurren grandes ideas. Han pasado más de una hora plagando una de las amplias estancias del Espacio El Invernadero de risas y miradas cómplices, de anécdotas. De recuerdos. Ahora les toca seguir rellenando ese baúl común. Es la hora de comer. El sol barniza ahora el asfalto aún húmedo. Ambos se marchan, juntos. Incluso parecidos, espigados, con el paso al compás.

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