Un autobús lleno de alemanes

Mariana Eliano

Aquella mañana, todos los saludos habían sido extrañamente breves. Era lunes, pero los que habían librado la víspera ni siquiera se animaron a comentar cómo estaba la playa, cuánta gente había, dónde se habían concentrado los windsurfistas. Para todos ellos, desde hacía unos días, soplaba un solo viento, el aire de la incertidumbre, una brisa prematuramente otoñal, tan descarnada y cruel como el calendario, ese libro de reservas cuyas anotaciones adelgazaban tan deprisa como si se hubieran apuntado a una dieta milagrosa.

El día era espléndido, sin embargo. La primera mitad de septiembre...

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Aquella mañana, todos los saludos habían sido extrañamente breves. Era lunes, pero los que habían librado la víspera ni siquiera se animaron a comentar cómo estaba la playa, cuánta gente había, dónde se habían concentrado los windsurfistas. Para todos ellos, desde hacía unos días, soplaba un solo viento, el aire de la incertidumbre, una brisa prematuramente otoñal, tan descarnada y cruel como el calendario, ese libro de reservas cuyas anotaciones adelgazaban tan deprisa como si se hubieran apuntado a una dieta milagrosa.

El día era espléndido, sin embargo. La primera mitad de septiembre, muchos años incluso la segunda, ofrecía la mejor temporada para disfrutar de la playa a la que se asomaban las terrazas de aquel hotel, pero no podían permitirse el lujo de apreciarlo. Para ellos, los trabajadores temporales del bar, del comedor, del servicio de habitaciones, septiembre era un mes maldito, el nombre de un demonio que no podían conjurar. Por eso, aquel lunes todos trabajaban deprisa y en silencio, abismado cada uno en sus propios pensamientos, que ni siquiera eran tales, sino un incesante ejercicio de cálculo mental, sumas y restas abocadas a un perpetuo resultado negativo.

"Para los trabajadores temporales, el mes de septiembre era maldito, un demonio"

La recepcionista suplente pensaba en el comienzo del curso, en que a su prima le habían denegado la beca de comedor el curso anterior, en que apenas le sacaba dos puntos, en que seguro que este año se la denegaban a ella también. El camarero de la piscina llevaba dos temporadas ahorrando para arreglar su moto, pero este otoño tampoco iba a poder, porque se le había quedado otra hermana en paro y el sueldo de su madre, la única que tenía un trabajo fijo en casa, no daba para tanto. La jovencita que hacía las camas de la primera planta era muy buena estudiante. Tenía una media de sobresaliente en bachillerato y se la iba a comer con patatas, porque aunque había trabajado todo el verano también de noche, poniendo copas en el bar de un primo suyo, no había logrado juntar el precio de la matrícula. El encargado de las tumbonas tenía un problema mucho peor, en realidad tres, siete, cinco, un año y medio, y para él solo, porque su mujer le había dejado en invierno, harta de tener que pedir prestado para llenar la nevera.

Estaba calculando para cuántas neveras tendría con lo que había ganado este verano, cuando escuchó aquel ruido, leve al principio, paulatinamente intenso, estruendoso sólo un instante antes de cesar. No puede ser, pensó. Miró a su alrededor, comprobó que sólo había seis tumbonas ocupadas, que sus dueños, entregados al incomprensible placer de quemarse la piel de todo el cuerpo, no daban señales de vida, y los dejó solos un instante para ir a curiosear.

Delante de la puerta vio un autobús lleno de personas mayores de piel muy blanca, ellas vestidas de colores claros y con aparatosas pamelas de colores sobre la cabeza, ellos con camisas hawaianas surcadas por la correa de una cámara de fotos, todos muy quietos, la misma actitud expectante en los rostros girados hacia la ventana. El encargado de las tumbonas adivinó que estaban esperando a su guía y se dijo que habría entrado a preguntar algo, que se habrían perdido por la carretera, que habrían tenido una avería, que con suerte, a lo sumo, se quedarían a comer, o… Antes de que pudiera formular una nueva conjetura, escuchó un silbido. Luego, todo pasó muy deprisa. Los ocupantes del autobús aplaudieron, se abrieron las puertas y los mozos del hotel empezaron a desembarcar los equipajes. Entonces el silbido se repitió y al girar la cabeza vio a Mr. y Mrs. Wilson muy enfadados, reclamándole junto a dos tumbonas vacías. Les llevó a toda prisa colchonetas, sombrilla y toallas limpias y se marchó enseguida al bar para encargar dos mojitos.

Mientras los hacía, el barman se lo contó todo. Son alemanes, le dijo, jubilados, añadió, y se van a quedar dos semanas, porque tenían reserva en el Al-Andalus y resulta que la cadena decidió cerrarlo el 31 de agosto. Hizo un ERE y santas pascuas, pero como éstos estaban ya de viaje, en Marruecos, pues llamaron aquí, les dijeron que había sitio, les ha gustado, y… A lo mejor ni siquiera son los únicos que nos llegan por el mismo camino, no creas.

Aquel lunes de septiembre tuvieron mucho trabajo. Por la tarde, al cambiar el turno, se despidieron con la misma extraña brevedad con la que se habían saludado aquella mañana. Les habían prorrogado el contrato por un mes. Estaban muy contentos, pero les daba miedo hablar, comentarlo, creer en su suerte.

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