CARA Y CRUZ

Carlos Saura: “Me da miedo que se prepare la guerra”

Una vida poderosa, inquieta, rompe el silencio que ordena su mente a fuerza de imágenes, de cine y de papel Es uno de los grandes artistas españoles del siglo XX. Y del XXI. Resiste. Se niega a anclarse en los recuerdos, a no seguir asumiendo riesgos. Su cerebro sigue funcionando a ritmo de travelín

Carlos Saura, en su estudio.

Entras en la casa. A la izquierda, centenares de cámaras de fotos, libros, películas, un televisor y silencio. Hay música, discos, un periódico abierto sobre la mesa de madera de la antesala. Aunque se llene de palabras, esta atmósfera que hay en torno a Carlos Saura desprende la sensación de silencio. Como si aquí ese fuera el elemento vivo más duradero y más fértil. Le escuchamos saludar, dominar al perro, introducirnos en la esencia de su hogar, la cocina, la luz. Aquí, en esta casa en la que desde hace 30 años habita al pi...

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Entras en la casa. A la izquierda, centenares de cámaras de fotos, libros, películas, un televisor y silencio. Hay música, discos, un periódico abierto sobre la mesa de madera de la antesala. Aunque se llene de palabras, esta atmósfera que hay en torno a Carlos Saura desprende la sensación de silencio. Como si aquí ese fuera el elemento vivo más duradero y más fértil. Le escuchamos saludar, dominar al perro, introducirnos en la esencia de su hogar, la cocina, la luz. Aquí, en esta casa en la que desde hace 30 años habita al pie de la sierra de Madrid, el silencio es una forma del arte, de la armonía en la que trabaja este creador cuya pasión es la luz, el cine, la música y la fotografía. El silencio que nutre la vivienda está en su cabeza, es su orden. El orden de uno de los grandes artistas del siglo XX. Y del siglo XXI.

Carlos Saura (Huesca, 1932), fotógrafo, escritor, guionista y director de cine de pe­lículas como Cría cuervos, La prima Angélica o ¡Ay, Carmela!.

Tiene una cabeza poderosa amparando los movimientos, ágiles, decididos, de sus piernas, de sus manos. Se diría que es un hombre que en sí mismo, en sus ojos, en su tórax, en su cabeza, en sus extremidades, comprende todas las edades. En las paredes hay fotografías familiares. Hay autorretratos tachados, y también autorretratos vigentes que él se ha hecho como fotógrafo y como pintor; hay homenajes privados, por ejemplo a su hermano Antonio, que, como él, viene de la claridad, y de la oscuridad, de Goya. Está su pintura, que junto a esos retratos conforman una unión inquietante, como si los dos hermanos alguna vez hubieran juntado las mismas sensibilidades en iguales manos. Hay recuerdos de Luis Buñuel; de Chaplin, que fue su suegro; de Picasso. Y en todas esas fotos, este hombre que puede ser el silencio mismo, y el ensimismamiento, tiende a sonreír, pero guardando en alguna parte del labio la reserva sobre el argumento verdadero de su sonrisa. Si vas a verlo tratando de que te hable de sí mismo en lo que tiene de artista crucial del cine de este tiempo, encontrarás resistencia, porque él no se entrega fácilmente a lo propio. Su conversación es más bien colectiva, abierta, quiere saber, es una curiosidad en marcha. Y está siempre en disposición de ponerse a trabajar. Por eso lo tiene todo a mano. Hay fotografías que ha tomado en el metro, camuflando la cámara como un cazador furtivo, porque quiere saber a qué se parece un instante en el rostro de las personas. El tiempo le ha ido otorgando a su cuerpo y a su cabeza el aire que tuvo, con esta edad que él tiene ahora, uno de los grandes, el sueco Ingmar Bergman.

Y habla como un joven, no es un artista longevo sino en el carné de identidad. Por eso, quizá, todavía no ha llegado (o no quiere llegar) a la zona del recuerdo en que se convierte la vida cuando ya ha pasado mucho tiempo. “A cierta edad”, dice, “si uno vive del recuerdo, está perdido”. Solo los desocupados tienen que recurrir al recuerdo para llenar una parte de su vida. “Pero es cierto que con la edad te vas marchando hacia atrás –yo me resisto–, vas perdiendo la memoria inmediata y recuperas la lejana”. Él no está en eso: su memoria va de un lado a otro como si se desarrollara en travelín. Y al respecto rescata de su memoria, precisamente, esta greguería “genial” de Ramón Gómez de la Serna: “Tenía tan mala memoria que se me olvidó que tenía mala memoria y empecé a recordarlo todo”.

El cine desaparece, incluso en la memoria. Es fugaz. La foto­­grafía permanece como pasado”

Él puede recordar, dice, “el tiempo que quieras”, por su memoria visual, fotográfica; es capaz de ver a sus hermanos, a su familia, en cualquier momento de su vida en común. “Todo está acumulado, guardado, y si algún día necesitara echar mano de ese material, sé que lo tengo en mi cabeza”.

El cerebro va por donde quiere, así que nunca lo ha llevado conscientemente por esos vericuetos del pasado. “Si te descontrolas, claro que aparecen los recuerdos, en sueños y duermevelas”. Sobre todo los de la madre y el padre.

Es una persona optimista, nunca ve una cosa negativa “en principio”. “Veo la vida como algo pasajero pero que fluye, hay que seguirla y hacer las cosas que te gusten en lo posible. Y hay que arriesgarse. El riesgo es fundamental para permanecer vivo”. Si estás vivo y crees que “la vida está llena de milagros”, puedes llegar, como él, a los 81 años y confiar en que siga habiendo asombros.

Asmático. “Una de las cosas más tremendas que me han pasado, de niño, fue la imposibilidad de respirar. Es muy angustioso. Como la sensación de ahogo. Pasó en Santander, durante una tormenta. Me lancé al mar y no podía volver. No me ahogué porque alcancé la fuerza suficiente para salir, pero sí tuve la sensación de que ya estaba ahogado. Una vez fui con Geraldine [Chaplin, con la que estuvo casado] a uno de esos maravillosos volcanes que hay en Hawai y de repente noté el sulfuro o lo que sea; me fui de allí, me metí en el coche, lo puse en marcha y salí corriendo. Ya lejos, salí del coche, me tumbé en la tierra y empecé a respirar porque creí que me moría”.

Saura en el salón de su casa de la sierra madrileña, con un montaje de dibujos suyos tras él.SOFÍA MORO

Fue un asma pasajera, pero cuando ataca no se olvida. “Y por eso me angustia mucho el pensar que en algún momento ya no voy a poder respirar”. El arte lo llena de aire, eso dice. Ahora acaba de soplar sobre El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, y ha hecho de aquel texto célebre un argumento teatral de nuestra época, con canciones (Todo cambia, de Julio Numhauser, cantada por Mercedes Sosa) y con televisores y desfiles y bromas actuales con las que tacha los convencionalismos de los textos teatrales clásicos. En Matadero (donde lo estrenó) se escuchaban risas y jolgorio, como si Saura hubiera desempolvado a Calderón y lo hiciera habitar entre nosotros. “¡Es porque ahora ya no tengo nada que perder, ja ja ja! Con la edad te lo puedes permitir. Siempre he tratado de ir un poquito más lejos de lo que se me ocurría, hacerlo más complicado, o más claro, dependiendo del tema. Buscar otros elementos. Enriquecer la imagen”.

Enriquecer la imagen. El padre hacía durante la guerra unos álbumes en los que pegaba todo lo que hallaba por ahí. Fotos, recortes. “Mi hermano Antonio y yo nos fascinábamos con esos álbumes”. El cine, la pintura, la fotografía, son la consecuencia. “Quizá el comienzo de ese estímulo visual que domina la obra de los dos hermanos esté ahí”. Ahora la fotografía le sirve de jogging; “ya que no troto, miro imágenes. Horas y horas mirando imágenes”.

El cine desaparece, incluso en la memoria, es fugaz. Pero la fotografía permanece como pasado, “disparas y eso que ves ya es pasado, es terrorífico. Si lo piensas filosóficamente, da miedo: el hombre nunca ha sido capaz de retener el pasado de esta manera tan evidente. Puedes escribir, hacer poesía, pero nada es tan potente en esa relación con el pasado como la fotografía”.

¿Y qué retrata el cine? “Historias visuales. Escribo con imágenes. Pilar del Río, la mujer de Saramago, me dijo en Lisboa que él hacía lo mismo”. Está en el cine, es decir, en el subconsciente de su obra, la imagen de la violencia, aquella guerra. “Muchas veces me preguntan por esa obsesión. Me acuerdo de todo, de cuando se inició en Madrid. La angustia de mis padres, los bombardeos, el itinerario por Valencia o Barcelona siguiendo al Gobierno republicano porque mi padre era uno de los jefes del Ministerio de Hacienda. Son recuerdos muy potentes que van marcando tu vida, la de tu familia, la de tus amigos”.

Es lógico que te acuerdes, dice, “aunque, por ejemplo, la muerte trates de quitártela de en medio”. Buñuel, su amigo, tenía una lista de amigos que morían, “yo le decía si no era mejor que los olvidara, pero él no hacía caso. Evidentemente, mis amigos se van muriendo y a mí me da mucha pena. Pero hay que tirar para delante”.

El estudio en el que trabaja el artista.SOFÍA MORO

Como en Bergman, cuya presencia convoca, en su cine está la muerte asomando siempre. “No se puede evitar. La muerte es el final de todo. Por eso me opongo mucho a ciertas películas americanas. Por ejemplo, Tarantino, un buen director, pero me opongo mucho a la muerte gratuita que hay en sus películas. Creo que la muerte hay que justificarla, no se puede ir matando alegremente con 40 tiros a un tipo, es una salvajada. La muerte es muy importante, es el final de la existencia de una persona, y no se puede tomar a broma. Es una opinión muy personal, y quizá es verdad que la muerte está en mis películas porque es el final de todas las historias”.

La guerra. Estaban en la calle de Muntaner de Barcelona. Los aviones italianos iban a bombardear; partieron una casa por la mitad, él lo vio. “Era un niño, no tuve miedo. Vi el terror de la familia. Nos refugiamos en el colegio para ver los aviones. ¡Un espectáculo, y era la guerra! Tremendo que sea también un espectáculo”. La violencia nos persigue, por lo menos nos rodea. La guerra, el hambre. “Te parece como natural, que es lo terrible”.

–¿Percibe que ahora estamos en peligro?

Siempre he tratado de ir un poquito más lejos de lo que se me ocurría, hacerlo más complicado. Enriquecer la imagen”

–Sí, todavía lejano, pero percibo que se está fraguando algo lentamente; me da terror, sobre todo pensando en los 50 millones de muertos que hubo en la Segunda Guerra Mundial. Cincuenta millones, que se dice pronto.

La intuición le viene del ruido casposo en el que vivimos: “Un momento de confusión impresionante en todo el mundo. Por eso digo que me da miedo la oportunidad de una guerra en un futuro. Que aparezca uno de esos líderes que arrasan con todo”.

Una teoría. Ahora quiere hacer Guernica, esa pesadilla pintada por Picasso. “Tengo una imagen de la guerra que quiero hacer de una forma un poco especial, todavía no sé cómo. Ese cuadro de Picasso siempre me ha parecido genial. Tengo una teoría sobre Guernica, el cuadro: creo que cuando Picasso lo pintó, lo hizo rápidamente, con una pintura bastante mala. Creo que su idea era hacer un cartelón. Por eso es tan frágil. Creo que Picasso nunca pensó que perduraría. Estoy seguro de que él no pensaba que el Guernica fuera un cuadro”.

Hay cabezas que le interesan: Goya, Picasso, Buñuel, “e incluso Miró, con esos ojos de pueblerino”. Qué fuerza en esas cabezas. Él jura que un día vio a Picasso por la Gran Vía. “Se me quedó mirando y siguió. No pude averiguarlo, pero era Picasso, que volvió sin que nadie lo supiera”. Se juntarán ahora esas miradas en Guernica, probablemente. En cierto modo, como escribió Lewis Carroll, esas dos miradas que se cruzaban en Gran Vía, la del tímido aragonés y la del malagueño asombrado, eran juntas como la luz de una vela que estuviera apagada. Saura dice que la luz es su pasión, y ahí se queda, mirando el tiempo en más de un millón de fotos. Un artista, y se queda en silencio. Mirando la luz.

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