Mal síntoma

Gabi Beltrán

Hacía casi una década que no iba por el Collell, y lo que vi me revolvió las tripas. La primera vez que estuve allí, en aquel santuario perdido entre bosques catalanes, fue en 1999, mientras intentaba escribir un libro sobre un episodio ocurrido 60 años atrás: el fusilamiento de 50 presos franquistas en las postrimerías de la Guerra Civil. Tras la guerra, el santuario se había convertido en un internado religioso, y el día en que lo visité por primera vez me acompañó Josep Maria Nadal, quien, a pesar de haber pasado varios años de su adolescencia en el internado, nunca había oído hablar del ep...

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Hacía casi una década que no iba por el Collell, y lo que vi me revolvió las tripas. La primera vez que estuve allí, en aquel santuario perdido entre bosques catalanes, fue en 1999, mientras intentaba escribir un libro sobre un episodio ocurrido 60 años atrás: el fusilamiento de 50 presos franquistas en las postrimerías de la Guerra Civil. Tras la guerra, el santuario se había convertido en un internado religioso, y el día en que lo visité por primera vez me acompañó Josep Maria Nadal, quien, a pesar de haber pasado varios años de su adolescencia en el internado, nunca había oído hablar del episodio que me intrigaba. Recorrimos el santuario vacío y charlamos con el solitario encargado de cuidarlo; luego buscamos el paraje en el que, según mis noticias, había tenido lugar la masacre. Creí encontrarlo 150 metros más allá, en una explanada donde moría un camino de montaña y donde no había absolutamente nada, ni el menor recuerdo de las 48 personas muertas allí.

Dos años después publiqué el libro. Por entonces no estaba de moda escribir sobre la Guerra Civil (o no lo estaba más de lo que lo había estado siempre), la gente de mi edad la consideraba un coñazo tan ajeno y tan remoto como la batalla de Salamina y casi nadie sabía lo que era la memoria histórica. A pesar de ello (o precisamente por ello), el libro fue muy bien acogido, y David Trueba se propuso filmar con él una película. Así que volví al Collell, se lo enseñé a David, le conté lo que sabía y le mostré la explanada del fusilamiento. Días después ocurrió algo extraordinario. Estábamos los dos en París cuando David recibió una llamada de la productora de su pe­lícula, Cristina Huete. Ésta le contó que se había extraviado por los bosques del Collell mientras buscaba el lugar del fusilamiento con Jessica Berman, su directora de producción, y que, cuando caía la noche, habían topado con un viejo. Según Cristina, la cara del viejo cambió al oírles preguntar por el fusilamiento; más tarde supieron que aquel hombre tenía 14 años cuando todo había ocurrido, que era pastor, que vivía con sus padres cerca del Collell, que tuvo que enterrar los cadáveres de los fusilados y luego, después de la guerra, tuvo que desenterrarlos, para que las familias los identificaran y se los llevaran, pero lo único que el viejo hizo aquel anochecer fue pedirles a las dos mujeres que le siguieran mientras él desbrozaba un camino cegado de hierbajos, por donde nadie había pasado en décadas, hasta un claro del bosque en medio del cual se levantaba una imponente cruz de piedra.

El monumento estaba ultrajado por cruces gamadas de un violento azul”

Era el cenotafio en memoria de los muertos del Collell; durante décadas, insisto, nadie lo había visitado, y por eso el camino estaba oculto y yo había cometido un error. Con el tiempo, claro, todo esto cambió, y el Collell se convirtió en una atracción turística y en una floreciente casa de colonias. Y yo volví allí, hace unas semanas, en compañía del escritor Bruno Arpaia y del fotógrafo Daniel Mordzinski. Fue un shock. Subíamos por la carretera que zigzaguea desde Banyoles cuando de pronto nos topamos con el cenotafio: estaba en su sitio, pero antes no se veía desde la carretera y ahora sí, porque habían talado el bosque para dejarlo a la vista; la segunda sorpresa fue más desagradable: el monumento, que yo recordaba muy oscuro, era casi blanco, estaba rodeado por una verja y ultrajado por un montón de cruces gamadas de un violento color azul. Ahí fue cuando me descompuse. En el santuario preguntamos por el director, quien nos contó que aquello pasaba desde hacía algún tiempo: alguien pintaba las cruces gamadas y, aunque ellos volvían a borrarlas con pintura blanca, una y otra vez volvían a pintar el símbolo nazi (de ahí el color del monumento y su inútil verja protectora). Luego caminamos hasta el cenotafio y nos quedamos mirando aquellos signos del demonio pintados una y otra vez sobre la memoria de los muertos. Mientras permanecimos allí pensé que estábamos haciendo algo muy mal: pensé que, 10 años atrás, aquel cenotafio oculto al final de un camino cegado había sido un mal síntoma, el síntoma de nuestra incapacidad para aceptar nuestro pasado, y que ahora, 10 años más tarde, aquel mismo cenotafio repetidamente envilecido a la vista de todos era un síntoma todavía peor, aunque aún no sabía de qué.

elpaissemanal@elpais.es

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