¿Por qué lo llaman soberanía cuando quieren decir políticas industriales?
El problema es el mismo: la competencia desplaza a los más ineficientes y hay que subsidiarlos
Hace treinta años, Dani Rodrick publicó su libro Las paradojas de la globalización en el que planteó el trilema al que se enfrentaba el mundo: la imposibilidad de alcanzar simultáneamente los tres objetivos que aquella sociedad parecía perseguir, la soberanía nacional, la globalización y la democracia. Rodrick argüía que sólo se podían alcanzar dos de ellos. Como prueba...
Hace treinta años, Dani Rodrick publicó su libro Las paradojas de la globalización en el que planteó el trilema al que se enfrentaba el mundo: la imposibilidad de alcanzar simultáneamente los tres objetivos que aquella sociedad parecía perseguir, la soberanía nacional, la globalización y la democracia. Rodrick argüía que sólo se podían alcanzar dos de ellos. Como prueba el éxito del libro de Thomas Friedman El mundo es plano, el consenso de la época optó por perseguir la globalización y la democracia, y sacrificar la soberanía.
Tras una crisis financiera homérica en 2008, el aumento de la desigualdad y el desfondamiento de las clases medias en el mundo desarrollado como consecuencia, entre otros factores, de la emergencia de China como la gran fabrica del mundo, y una pandemia que nos hizo sentir a todos vulnerables, el libro de Friedman ha sido sustituido por ¿Cómo mueren las democracias?, de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Nuestras prioridades se han desplazado a qué cambios habría que hacer en la globalización para que la democracia pueda sobrevivir a la ola global de desencanto, bronca y polarización de la sociedad. La estrella ascendente es una recuperación de la soberanía —a veces, más modestamente, autonomía estratégica— que permita hacer lo que se asume que la globalización y las fallas del mercado impedían afrontar.
Leyendo a los más proclives al pasteleo estratégico —o a los más conscientes de que lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible— pareciera que lo mejor fuera abandonar el idealismo, y apostar por un mundo de subóptimos de democracia, globalización y soberanía. La idea es que con un poco de liderazgo osado, arena en los raíles de la liberalización comercial y financiera, y la recuperación de un cierto margen para hacer políticas adaptadas a la realidad nacional, podemos seguir tirando un cierto tiempo. Una estrategia de juego de suma cero que, sin embargo, se presenta como capaz de mejorar el equilibrio global actual.
Manuel Vázquez Montalbán decía que hay muchas apuestas que tienen a la historia por detrás, inspirándolas, y por delante, disuadiéndonos de que lo volvamos a intentar. Son los casos de la complacencia ante las regresiones de la democracia, la fragmentación comercial y el soberanismo activista. Estamos rodeados por datos que matan esos relatos.
Si dejamos al margen la hipérbole, no hay evidencia alguna de que se esté produciendo una desglobalización de la economía: como mucho, lo que hasta ahora podemos ver es un reequilibrio de los flujos comerciales, de inversión y financieros, pero no una caída del comercio internacional o de los flujos de capital. China exporta hoy a Estados Unidos más que antes que Trump iniciara la guerra comercial y, si se tuvieran en cuenta las exportaciones intermediadas por países “amigos”, el crecimiento aun sería mucho mayor. Además, si lo que importa es el empleo interno, da lo mismo que la desindustrialización la produzcan las importaciones de Asia, de la OCDE o de México. El problema es el mismo: la competencia de los más eficientes desplaza a los ineficientes, y para evitarlo solo queda subsidiarlos con regulación o transferencias. Es decir, con políticas industriales. Nunca estrenamos nada.
Obviamente, hay razones para hacer políticas industriales. Por ejemplo, una sociedad democrática —si hay alguien con el cuajo necesario para saltarse a Arrow y agregar las preferencias— puede optar por asegurarse el suministro y pagar a cambio un precio en términos de menos y más volátil crecimiento. Pensando en positivo, también se puede identificar con precisión la falla de mercado que impide alcanzar el objetivo perseguido, pensar en instrumentos para remediarla más allá de las subvenciones o las deducciones fiscales, crear una gobernanza transparente en la que participen el sector público y el sector privado, y evaluar sistemáticamente si esa política es exitosa o requiere ajustes.
Probablemente, estas deberían ser las políticas industriales del siglo XXI. Pero los tiros hoy parecen ir más por los argumentos de “industria naciente” o de recuperación de la complacencia por las ayudas públicas nacionales. Queda por saber cómo el sumatorio de políticas industriales nacionales vintage nos va a permitir resolver problemas globales como el cambio climático o la salud global, y en el límite, si con ellas creceremos más y con más equidad para salvar la democracia.
Por el momento, nos quedamos en tratar de recuperar la soberanía.
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