La lubina canaria de acuicultura que conquista las mesas de los mejores restaurantes

Aquanaria produce cerca de 3.000 toneladas anuales de esta especie muy apreciada por los cocineros, pero de la que hay escasez de ejemplares salvajes en el mundo

Un barco de Aquanaria en plena faena de pesca.

A la lubina le gustan las aguas claras, oxigenadas, limpias. Son las condiciones que Aquanaria ha dispuesto en el océano Atlántico para cultivar esta especie, que también necesita su propio espacio, se organiza en jerarquías y disfruta mientras lucha contra la corriente. Entre 40.000 y 50.000 ejemplares lo hacen en cada uno de los 48 viveros que esta compañía dispone en aguas de Gran Canaria, a entre dos y tres millas de la costa.

Los peces apenas ocupan el 2% de los tanques, donde residen como cerdos en una amplia dehesa...

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A la lubina le gustan las aguas claras, oxigenadas, limpias. Son las condiciones que Aquanaria ha dispuesto en el océano Atlántico para cultivar esta especie, que también necesita su propio espacio, se organiza en jerarquías y disfruta mientras lucha contra la corriente. Entre 40.000 y 50.000 ejemplares lo hacen en cada uno de los 48 viveros que esta compañía dispone en aguas de Gran Canaria, a entre dos y tres millas de la costa.

Los peces apenas ocupan el 2% de los tanques, donde residen como cerdos en una amplia dehesa, pero con gimnasio. Es ahí donde consiguen alcanzar, durante una cría de cinco años, un tamaño de entre dos y cuatro kilos, todo un tesoro para grandes cocineros de Italia, España, Dubái o Estados Unidos, que cubren con ella la escasez de ejemplares salvajes.

Con 127 empleados en plantilla, la firma canaria alcanzó los 30 millones de euros de facturación en 2022 y espera superar los 33 millones en 2023, cuando cumplen su 50º aniversario.

Las cifras actuales de Aquanaria son la punta del iceberg de una historia repleta de caros fracasos, éxitos y visión de futuro que comienza a más de 2.000 kilómetros de distancia de aguas canarias, en Cantabria. Fue allí donde nació la empresa, en 1973, centrada en el trabajo con langostinos, ostras y almejas, “cuando la acuicultura parecía ciencia ficción”, recuerda Pedro Sánchez, director comercial de la compañía. Luego llegaron los cultivos de otras especies como rodaballo, lubina, dorada o lenguado, siempre con fines comerciales y poco éxito económico. El mejor negocio eran los moluscos: sus semillas fueron muy demandadas en la costa cantábrica, el Reino Unido y Francia.

Apuesta a largo plazo

Los responsables de la empresa, sin embargo, decidieron centrarse en los peces. Confiaron en ellos a largo plazo. Sobre todo en la lubina, para la que buscaron unas aguas que se adaptaran mejor a las características de la especie. Las encontraron en el punto de España más lejano a Cantabria: las islas Canarias. Comenzaron a cultivar peces en el puerto de Taliarte, en Telde (Gran Canaria, 102.769 habitantes). Y de la mano del Instituto Canario de Ciencias Marinas exploraron las posibilidades para desarrollar viveros en mar abierto.

Los instalaron primero junto al recinto portuario y, más tarde, frente a la playa de Salinetas, tan cerca de la costa que los bañistas llegaban a ellos a nado. Trabajaron con otras especies como la dorada, el medregal —conocido como pez limón y lecha en la Península— o el bocinegro. “Pero lo que mejor se nos daba era la lubina, así que apostamos por ella”, afirma Sánchez. Sus estudios internos también invitaban a trabajar en esa dirección: la pesquería de la especie disminuía mientras su demanda no paraba de crecer. “Queríamos ser la alternativa a la lubina salvaje”, cuenta el máximo responsable comercial.

Sánchez relata un trayecto repleto de triunfos y fracasos, de investigaciones y estudios, profesionales y robots, retos empresariales y financieros, de desarrollo de la tecnología y de condiciones de bienestar animal. “La historia se cuenta en pocos minutos, pero son muchos años de trabajo, experiencia y barreras a superar”, insiste el portavoz de Aquanaria, que habla de la toma de decisiones muy arriesgadas. La que aplicaron en 2015 lo cambió todo. Si lo habitual era que las empresas del sector surtieran a los supermercados y grandes superficies lubinas de ración, de unos 400 gramos, ellos apostaron por los restaurantes y un peso medio de entre kilo y kilo y medio. Se alejaron del volumen para dar tamaño. A la gastronomía le costó entenderlo. “Se tiene la sensación de que los peces de acuicultura son peores que los salvajes. No tiene por qué ser así, como ocurre por ejemplo en la ganadería: nadie se plantea si una vaca es o no salvaje”, subraya Sánchez.

Alimentación

La compañía consigue hoy una producción que varía entre 2.500 y 2.800 toneladas anuales. Gracias a una alimentación a base de pescado y leguminosas —­en pequeños pellets en seco, lo que les permite evitar el anisakis o ensuciar el agua—, los peces alcanzan entre dos y cuatro kilos de peso. Cada noche, los empleados pescan las lubinas que el mercado demanda. Se envasan de madrugada y por la mañana viajan en vuelos hacia los 24 países que hoy compran este pescado. Su mercado principal es el español —aquí se queda el 40% de las capturas—, pero el segundo es Estados Unidos, donde los ejemplares llegan en un máximo de 36 horas. Italia, Francia, Dubái, Corea del Sur o Hong Kong también son buenos compradores. En España la sirven en restaurantes con estrella Michelin como Cocina Hermanos Torres (Barcelona), LÚ Cocina y Alma (Jerez de la Frontera) o Mu·Na (Ponferrada). También en otros muchos como María de la O, en Granada.

Sin contar 2020 —año complejo para la mayoría de las empresas debido al inicio de la pandemia—, la facturación de Aquanaria crece a un ritmo de unos tres millones anuales. En 2019 la cifra fue de 26 millones, en 2020 disminuyó a 19, en 2021 se recuperó para llegar a 27 millones y en 2022 ha alcanzado los 30 millones. La compañía ya ha comenzado a solicitar los permisos para ampliar sus instalaciones. Quieren desarrollar otros 24 nuevos viveros para tener un total de 72 y superar las 4.000 toneladas de producción anual. Habrá que esperar, sin embargo, al final de la década. El proceso burocrático —que afecta a 23 áreas distintas de la Administración pública— puede durar entre dos y cuatro años, a los que hay que sumar otros cinco desde que la lubina sale del huevo hasta que alcanza el peso óptimo para su consumo. Pura paciencia.


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