Paisaje económico después de la batalla
El dilema al que se enfrentan Gobiernos y bancos centrales es complejo y requerirá de un apoyo fiscal inteligente
Cuando empecé a escribir estas líneas, hace unas semanas, la intención era debatir los efectos económicos de la batalla contra la pandemia. Porque las crisis destrozan paradigmas, y el efecto más persistente de una crisis —por supuesto, más allá del daño económico inmediato y, en el caso de la pandemia, del trágico aumento de la mortalidad— es el consenso narrativo que se forma sobre sus causas y las soluciones necesarias, y las decisiones que se adoptan a continuación. La crisis de los mercados emergentes de 1997-98 acabó con los sistemas de tipo de cambio fijos, y dio paso a la acumulación a...
Cuando empecé a escribir estas líneas, hace unas semanas, la intención era debatir los efectos económicos de la batalla contra la pandemia. Porque las crisis destrozan paradigmas, y el efecto más persistente de una crisis —por supuesto, más allá del daño económico inmediato y, en el caso de la pandemia, del trágico aumento de la mortalidad— es el consenso narrativo que se forma sobre sus causas y las soluciones necesarias, y las decisiones que se adoptan a continuación. La crisis de los mercados emergentes de 1997-98 acabó con los sistemas de tipo de cambio fijos, y dio paso a la acumulación a gran escala de reservas de tipo de cambio y a la disciplina fiscal y monetaria para gestionar tipos de cambio flexibles. La crisis financiera de 2007 acabó con el modelo de laxa supervisión bancaria que confiaba en la disciplina de los mercados, y dio paso a un significativo endurecimiento de los requerimientos de capital y de liquidez de la banca. La crisis del euro de 2010 acabó con la fantasía de que una unión monetaria se podía construir sin instituciones fiscales comunes, y sentó las bases que permitieron la rápida reacción común y mutualizada a la pandemia. La lánguida recuperación tras la crisis financiera, asfixiada por la severa disciplina fiscal que desencadenó un largo periodo de inflación excesivamente baja y tipos de interés cero, acabó con la idea de las contracciones fiscales expansivas y dio paso a un papel más activo de la política fiscal.
La rápida recuperación tras la crisis de la covid se benefició de todos estos avances. La política fiscal lideró el estímulo, apoyada por la política monetaria. La saneada situación macroeconómica de los países emergentes les permitió capear el temporal sin requerir ayuda externa —ningún país emergente sistémico necesitó un programa del FMI—. La abundante capitalización del sistema bancario mundial les permitió sobrevivir sin sustos a la pandemia y contribuir a la recuperación. La eurozona adoptó rápidamente una respuesta fiscal común, incluyendo la emisión de eurobonos, generando una recuperación mucho más rápida y estable.
La innovación de la pandemia fue acabar con la idea de que la flexibilidad del mercado laboral debe abarcar siempre el despido. Los ERTE, adoptados de varias maneras en casi todo el mundo desarrollado (con la excepción de EE UU), han permitido mantener casi intactas las relaciones laborales y generar una recuperación del empleo mucho más rápida. En cierta medida, es lo que recomendaba la teoría económica: en general es más eficiente reducir las horas trabajadas que despedir al trabajador, ya que minimiza la fricción y el coste originados tanto por el despido como por la subsiguiente contratación. Pero la idea de subvencionar este proceso era un tabú, ya que se temía que impidiera la reasignación de recursos y generara legiones de empresas zombis. Al final, los temores han sido infundados, y el impacto presupuestario de los ERTE, considerando la mayor recuperación económica que han generado, habrá sido neutral o incluso negativo. Los ERTE han venido para quedarse.
Hasta aquí había llegado escribiendo cuando Rusia decidió invadir Ucrania. Y en tan solo unas semanas la economía mundial ha cambiado de manera potencialmente radical. Por desgracia, todavía no sabemos cuánto durará esta guerra, ni como será el alto el fuego ni el proceso de reconstrucción de Ucrania. Pero ya podemos avistar los cambios de paradigma que se derivarán de la crisis generada por la invasión rusa. Algo está claro: el mundo, y sobre todo Europa, habrá cambiado de manera radical.
La resiliencia, concepto que ya estaba en alza, ha pasado al primer plano. De la misma manera que para estar en forma no basta con comer sano y controlar el peso, sino que también hay que invertir en un core abdominal sólido y una musculatura robusta, las guerras —militares, diplomáticas, o económicas— no se ganan solo con disciplina fiscal, sino con poderío militar y financiero. La decisión alemana de acabar con décadas de austeridad militar, y el plan energético europeo recientemente anunciado, aceleran el retorno del Estado protector, en busca de la resiliencia (o independencia) tecnológica y energética. Y, para ello, hay que invertir, no ahorrar, dedicando abundantes recursos a estructuras que parecerán redundantes en periodos de calma, pero fundamentales en periodo de turbulencia. Como ha podido comprobar Rusia, su disciplina fiscal, saneadas cuentas exteriores, y abundantes reservas de tipo de cambio, no le han servido de mucho ante unas sanciones que han generado un embargo que va a asfixiar su economía. Ante este repentino cambio de paradigma, muchos países se estarán planteando la utilidad de la acumulación de tantas reservas de divisas y si, quizás, tendría más sentido invertirlas en fortalecer su infraestructura económica y en garantizarse el acceso a tecnología y a recursos naturales. La invasión rusa ha acelerado la conversión de la interdependencia económica en un arma arrojadiza: impulsada por la guerra comercial de la administración Trump, que adoptó el uso de aranceles como instrumento geoestratégico, se ha culminado con las sanciones a Rusia. De un modelo basado en las relaciones comerciales globales como vía hacia la eficiencia y la interdependencia como garantía de seguridad, se está pasando a un modelo de bloques geoeconómicos basado en la resiliencia autosuficiente como mecanismo de defensa, con consecuencias inciertas para el crecimiento económico global.
La inflación, ya elevada a raíz de los cuellos de botella generados por la pandemia y del impacto de la transición ecológica en los mercados energéticos, también ha pasado a primer plano debido a las consecuencias de la invasión rusa. La escasez global de materias primas, no solo energéticas sino también alimenticias, aumentará la inflación hasta niveles no vistos en varias generaciones, rondando los dos dígitos en algunos países. El dilema —aumento de la incertidumbre, elevadísima inflación con niveles de empleo ya altos y, en Europa, debilitamiento significativo del tipo de cambio de equilibrio— al que se enfrentan los gobiernos y los bancos centrales es muy complejo, y requerirá un apoyo fiscal inteligente —y, en la eurozona, mutualizado— para permitir a la política monetaria ajustarse y anclar las expectativas de inflación. La resolución de este dilema sentará las bases de la política económica de los próximos ciclos. Hasta hace poco, el consenso narrativo celebraba el éxito de la combinación de políticas fiscales expansivas y políticas monetarias pacientes adoptadas para contrarrestar la pandemia. Si ahora no se gestiona bien este rápido aumento de precios se corre el riesgo de que el consenso narrativo se concentre en el fracaso inflacionista, y se olvide del éxito de la rápida recuperación del pleno empleo. Y eso sería un desastre para el crecimiento futuro.
En Twitter: @angelubide