Las incógnitas de la transición ecológica
Las últimas semanas han sido lo más parecido a una tormenta perfecta, pero eso no impide que no se vaya a repetir
Estas semanas nos han mostrado el futuro de la transición ecológica. Los aumentos parabólicos de los precios globales de la energía han revelado las costuras de un proceso que ya no es un proyecto difuso de medio plazo, sino de impacto inminente en nuestras vidas, y que por su naturaleza revela frecuentemente disyuntivas de difícil resolución. Porque la necesidad imperiosa de aumentar la producción y el consumo de energías renovables no resp...
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Estas semanas nos han mostrado el futuro de la transición ecológica. Los aumentos parabólicos de los precios globales de la energía han revelado las costuras de un proceso que ya no es un proyecto difuso de medio plazo, sino de impacto inminente en nuestras vidas, y que por su naturaleza revela frecuentemente disyuntivas de difícil resolución. Porque la necesidad imperiosa de aumentar la producción y el consumo de energías renovables no responde a una lógica económica inmediata, sino al deseo de evitar una catástrofe de largo plazo. Y requiere acciones, entre ellas un encarecimiento premeditado de las energías no renovables, que, potencialmente, entrarán en conflicto con la estabilidad de precios, con la disciplina fiscal, con la reducción de la desigualdad y la pobreza. En 2019 escribí que las estrategias de transición ecológica no podían ignorar el impacto económico sobre los ciudadanos, o correrían el riesgo de perder el apoyo popular necesario para llevarlas a cabo. Hoy toca alertar de la necesidad de que el conjunto de las políticas macroeconómicas interiorice las necesidades de las políticas de transición ecológica.
La palabra clave en este dilema es “transición”. El punto final está claro: un suministro de energía basado en energías renovables, limpias y baratas, de emisiones cero. El problema es cómo llegar hasta allí. Porque, a día de hoy, las renovables no pueden ser la base del suministro porque no hay suficiente producción y sufren de intermitencia al no ser económicamente viable almacenarlas a gran escala. El mix energético de la transición requiere energías que cubran los momentos de déficit de renovables. Y esa energía de cobertura, debido sobre todo al parón nuclear, hoy en día es el gas y, a falta de gas, el petróleo y el carbón.
Las últimas semanas han sido lo más parecido a la tormenta perfecta, pero eso no significa que no se vaya a repetir. El resumen: escasez de renovables y escasez de hidrocarburos. La reapertura económica ha generado un aumento repentino de la demanda mundial de energía, debido al incremento de la demanda de bienes duraderos cuya producción es mucho más intensiva en energía que los servicios—piensen, por ejemplo, en la diferente demanda energética de fabricar treinta bicicletas y de dar una clase de bicicleta estática para treinta personas—. Como resultado, el consumo de energía mundial supera ya los niveles previos a la covid, aunque los niveles de actividad económica y de PIB sean todavía inferiores.
Este rápido aumento de la demanda energética ha llegado en un momento puntual de escasez de energía eólica (los vientos han sido más débiles de lo normal en Europa en las últimas semanas), aumentando la demanda de la energía de cobertura, el gas. Pero las reservas europeas de gas eran escasas, disparando los precios del gas, que han alcanzado el equivalente, en términos energéticos, de un precio del petróleo de más de 150 dólares por barril. Esto ha provocado la sustitución de gas por petróleo y carbón (algo que, típicamente, sucede solo en momentos muy puntuales de inviernos muy fríos, pero nunca en otoño). Pero como la oferta de petróleo y de carbón también es escasa, en parte debido a los desincentivos derivados de la transición ecológica —¿quién va a invertir en energías que están destinadas a desaparecer?— el resultado ha sido precios elevados en todo el complejo energético, llegando a forzar cierres puntuales en industrias donde la rentabilidad de la producción era negativa a esos precios. A falta de oferta, la solución final es la destrucción de la demanda.
El susto ha sido serio, y ha generado muchas preguntas. ¿Es prudente depender tanto de una energía —el gas— de la cual no se tienen reservas adecuadas, en parte por la oposición al fracking? Europa es altamente dependiente del suministro de gas del norte de África y de Rusia, lo cual añade una prima de riesgo geopolítica al precio del gas. La propuesta española de coordinar y centralizar a nivel europeo las compras de gas es la respuesta lógica para reducir esa prima de riesgo. ¿Es razonable un sistema de precios exclusivamente marginalista cuando la energía marginal es el gas y que, por tanto, remunera las energías renovables, más baratas de producir, con la prima de riesgo geopolítica del gas? La liberalización de precios ha reducido los costes energéticos, pero el contexto actual podría requerir mecanismos alternativos adicionales que fomenten la producción de renovables pero también contribuyan a estabilizar los precios en niveles razonables. Además, es necesario proteger a los consumidores vulnerables de la volatilidad excesiva de los precios con subsidios y transferencias. Pero, ¿deberían financiarse estos subsidios con deuda, o con un impuesto sobre esos beneficios derivados de la prima de riesgo del gas? ¿Es lógico depender tanto del gas para garantizar el suministro de energía durante la transición, o debería la energía nuclear, más barata y estable, ser parte de la solución? Japón, que cerró sus centrales nucleares tras la tragedia de Fukushima, está ahora dispuesto a reabrirlas para facilitar la transición. Cuando las condiciones cambian, hay que cambiar de opinión.
Estas preguntas, y muchas más, generan una incertidumbre que debe aclararse lo antes posible, ya que limita la inversión y genera un potencial déficit estructural de energía. El susto de este año puede tener efectos persistentes y mantener elevados los precios energéticos, sobre todo si el invierno es frío y no se pueden rellenar las reservas de gas para el año que viene. El consumo de electricidad seguirá aumentando de manera estructural durante la transición, y todos los países van a adoptar medidas similares a la vez, amplificando los efectos. A diferencia de las crisis del petróleo, este proceso genera efectos en cascada a cámara lenta: por ejemplo, el aumento de precio del gas afecta el precio de los fertilizantes que afecta el precio de los alimentos en 2022. Los parones de producción en China han generado un déficit de producción de magnesio, componente fundamental de la producción del acero necesario para el sector del automóvil, limitando la producción automovilística europea.
La transición ecológica puede tener múltiples efectos macroeconómicos. Por ejemplo, la “inflación verde”: precios más altos derivados del desequilibrio de oferta y demanda energética y de los impuestos necesarios para desincentivar el consumo de energías no renovables. O la “deuda verde”: el aumento de la deuda pública necesario para financiar inversión pública que catalice la inversión privada en renovables y las ayudas para compensar a los más perjudicados por los aumentos de precios (como el reciente anuncio francés de una indemnización de 100 euros). Lo cual genera más preguntas: ¿debería la política monetaria acomodar esta “inflación verde”, o subir los tipos de interés para reducir el crecimiento y la inflación subyacente? ¿Deberían las reglas fiscales tolerar el aumento de la “deuda verde”, o compensarla con recortes en otras partidas? Y si esta “deuda verde” aumenta los tipos de interés a largo plazo, ¿debería la política monetaria compensarlo para evitar una desaceleración económica?
Si hay conflicto de objetivos, cuál debería ser la prioridad: ¿el éxito de la transición ecológica, el crecimiento, o las reglas fiscales y monetarias?
En Twitter: @angelubide