La lucha contra la inflación traerá otra ola de sacrificio
Los bancos centrales agudizan el ajuste para enfriar la economía con el fin de frenar los precios, pero las herramientas habituales no funcionan en esta crisis
“Dolor”, “sacrificio”, “fin de la abundancia”. Para la economía de carne y hueso no hay mejor indicador adelantado de una crisis que la moralina que empieza a impregnar la retórica económica. Los analistas miran tradicionalmente los datos de pedidos industriales, de tráfico de mercancías o la confianza del consumidor, entre otros baremos, para detectar las primeras señales de que algo va mal. Suelen ser significativos. Pero ningún índice detectó mejor y más rápido la Gran Recesión de 2008 que el de las palabras aleccionadoras: aquel vivir “por encima de nuestras posibilidades”, aquellas metáfo...
“Dolor”, “sacrificio”, “fin de la abundancia”. Para la economía de carne y hueso no hay mejor indicador adelantado de una crisis que la moralina que empieza a impregnar la retórica económica. Los analistas miran tradicionalmente los datos de pedidos industriales, de tráfico de mercancías o la confianza del consumidor, entre otros baremos, para detectar las primeras señales de que algo va mal. Suelen ser significativos. Pero ningún índice detectó mejor y más rápido la Gran Recesión de 2008 que el de las palabras aleccionadoras: aquel vivir “por encima de nuestras posibilidades”, aquellas metáforas de las dietas y el aceite de ricino.
El presidente de la Reserva Federal estadounidense, Jerome Powell, advirtió la semana pasada de que se avecinaba “un poco de dolor” para familias y empresas. La consejera del Banco Central Europeo, Isabel Schnabel, apuntó a la probable necesidad de “sacrificio”. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, había anunciado un día antes “el fin de la abundancia”. El zarpazo de la inflación, la crisis energética y el miedo a la recesión han provocado el incendio esta vez. No está claro cuán grave es el declive que se avecina, pero a un lado y otro del Atlántico ese indicador infalible del lenguaje ya ha avisado: vienen curvas.
“Nada envenenó tanto al pueblo alemán —conviene tenerlo siempre presente en la memoria—, nada encendió tanto su odio y lo maduró tanto para el advenimiento de Hitler como la inflación”, escribió Stefan Zweig en sus célebres memorias El mundo de ayer. El escritor recordaba la hiperinflación de la República de Weimar con estupor, relataba cómo una familia acabó por necesitar millones de marcos para pasar el día, apenas encontraban carbón para calentarse en invierno, el valor de la moneda se hundió y “buitres” con divisa extranjera lo acaparaban todo.
La subida desbocada y continua de los precios, uno de los fenómenos económicos más temidos por los Gobiernos, ha regresado ahora a cotas desconocidas en 40 años y no hay, esta vez, demasiado “buitre” a salvo. El descontrol castiga a buena parte de las economías desarrolladas. Europa, Estados Unidos, Canadá o el Reino Unido rebasan o se acercan a una tasa de inflación de dos dígitos, cuando la ortodoxia señala que debería quedarse en un entorno del 2%. Y los bancos centrales, que determinan la política monetaria y tienen el mandato de controlar la inflación, han tocado a rebato. Cuando la situación se desmadra, el manual recomienda subir los tipos de interés, es decir, encarecer los créditos a empresas y hogares, con el fin de embridar la demanda y frenar el galope de los precios.
“Es probable que la reducción de la inflación requiera un periodo sostenido de crecimiento por debajo de la tendencia. Además, es muy probable que las condiciones del mercado laboral se debiliten. Mientras que los tipos de interés más altos, el crecimiento más lento y las condiciones del mercado laboral más débiles reducirán la inflación, también supondrán cierto dolor para los hogares y las empresas. Estos son los desafortunados costes de la reducción de la inflación. Pero si no se restablece la estabilidad de los precios, el dolor será mucho mayor”, advirtió Powell el 26 de agosto, en el tradicional simposio sobre política monetaria que se celebra cada año en Jackson Hole (Wyoming).
Hay, como mínimo, un pero y una duda. El pero es que, en esta crisis inflacionista, la fortaleza del mercado de trabajo y el apetito por el gasto es un solo uno de los causantes. Ni siquiera el principal en el caso de Europa. La crisis energética, la guerra en Ucrania y los problemas con las cadenas de suministro se han combinado con la fortaleza de la economía y la caja de herramientas habitual de los banqueros centrales no tiene respuesta para eso. Y la duda es cuánto de ese “dolor” que citaba Powell hace falta. Si se puede proceder a la desescalada sin entrar en recesión o un largo estancamiento, lo que la institución llama una “desinflación inmaculada’'.
Agresividad
La historia dice que, la mayor parte de las veces, ese aterrizaje suave no se da. Lo logró la Fed de Alan Greenspan en los años 90, subiendo el precio del dinero hasta el 6%, pero la tasa de inflación era casi la mitad y sus motivos menos complejos. En Washington y Fráncfort está mucho más presente estos días el fantasma de los años 70, cuando el entonces presidente de la Fed, Arthur Burns, fue complaciente con la elevada inflación y esta se prolongó durante una década. Fue Paul Volcker, considerado el santo patrón de la Fed, quien liquidó el problema en los 80 disparando el precio del dinero hasta el 20%, a costa, eso sí, de dos recesiones económicas. La inflación se había encaramado al 14%.
¿Qué ocurrirá esta vez? El analista Desmond Lachmand se muestra muy crítico desde el American Enterprise Institute, un think tank conservador de Washington. “La inflación logrará controlarse, pero habrá un coste, y será una recesión. Los bancos centrales no tienen otra opción que desacelerar la economía, pero creo que lo están haciendo de forma demasiado agresiva, al menos en la Fed, y pueden provocar una recesión más dura de lo necesario”, afirma. “El error que cometieron fue no actuar el año pasado, cuando se convencieron de que la inflación era un problema transitorio, y ahora van a pagar el precio”, añade, y matiza: “Bueno, no: nosotros vamos a pagar el precio”.
El ajuste ya empieza a calar en la calle, en euros contantes y sonantes. Las hipotecas se encarecieron en agosto al mayor ritmo desde 2000 por la subida del euríbor. Este repunte agrava el castigo al bolsillo de los ciudadanos, que pagan más, mucho más, por casi todo: la gasolina, la comida, la factura de la luz. La crisis energética lastra la economía —la metalúrgica Ferroatlántica acaba de parar sus hornos en Cantabria por el coste del suministro—, y la incertidumbre ya da los primeros disgustos: Ford ha decidido retrasar los planes para fabricar coches eléctricos en Almussafes (Valencia) dentro de un programa de recortes que acaba de aprobar. El Ibex-35, el selectivo de referencia de la Bolsa española, encadenó esta semana su peor racha desde que fue creado, en 1992: 12 jornadas seguidas en rojo.
Muchos economistas dan por descontada la recesión en el Reino Unido y la zona euro, pero no por obra y gracia de los bancos centrales, sino más bien por ese cóctel de la energía, el propio lastre que supone la inflación y las dudas de futuro. El ajuste de la política monetaria es la guinda. Rusia acaba de anunciar que corta el gas a Europa y Alemania, la gran locomotora económica del grupo, es uno de los grandes perjudicados.
BBVA Research pronostica un par de trimestres negativos para el PIB de España —lo que define técnicamente una recesión—, pero un saldo positivo para el conjunto de 2023. Rafael Doménech, jefe de análisis económico de este gabinete, subraya la necesidad de anclar las expectativas de inflación, es decir, evitar que la previsión de que los precios sigan desbocados retroalimenta salarios y costes en una espiral interminable. Los ajustes de los bancos centrales contribuyen a ellos. “De otro modo, la subida de tipos tendrá que durar más tiempo”, advierte. De nuevo, el fantasma de los años 70.
Reina, en general, un consenso sobre la necesidad de seguir subiendo tipos tras más de una década de fuerte expansión monetaria y con la inflación al rojo vivo, sobre todo, aprovechando que el mercado de trabajo está robusto para encajar el golpe (en máximos históricos en la zona euro y en pleno empleo en Estados Unidos). El debate entre halcones (guardianes de la ortodoxia) y palomas (defensores de la heterodoxia) estriba en la velocidad de ese ajuste, como reflejan las actas de las reuniones de los bancos centrales.
Isabel Schnabel, consejera alemana del BCE, dijo en Jackson Hole que había dos alternativas: actuar con prudencia, pues la inflación se debe a choques externos y los tipos pueden no solucionarlo, o proceder con decisión aun a riesgo de “menor crecimiento y un mayor desempleo”. Defendió la segunda vía y añadió de propina: “Es probable que los bancos centrales afronten una ratio de sacrificio mayor que los años 80 [...] debido a la globalización de la inflación”.
Elevada volatilidad
“Ojalá vivas tiempos interesantes”, dice una supuesta maldición china que se suele mencionar a la hora de hablar de política monetaria. Estos tiempos están resultando endiabladamente interesantes para los banqueros centrales. No han tenido que responder a un reto inflacionista como en este en 40 años y lo hacen, además, en un escenario inédito que pone en jaque sus armas habituales: la creación de empleo es más difícil de predecir con la pandemia, el cambio climático ha elevado la volatilidad de los precios de la energía y los alimentos, y el giro proteccionista propiciado por la covid-19 y las tensiones geopolíticas siembran dudas sobre la oferta.
“La llamada divina coincidencia, el principio según el cual, si se estabiliza la inflación en el objetivo se alcanza también el nivel óptimo de actividad económica, ya no se cumple”, explica el economista Ángel Ubide. A las tres décadas posteriores a los años 80 se las conoce como la era de la “Gran Moderación” por la relativa suavidad de los vaivenes económicos. Schnabel advirtió del peligro de adentrarnos en una era de “Gran Volatilidad” y resaltó el papel que debe jugar la política fiscal de los Gobiernos para apuntalar la economía antes los shocks.
Estados Unidos ha logrado que se suavice la inflación levemente en julio (en buena medida, por la tregua que ha dado el petróleo) y, al menos hasta el corte del gas ruso, ha habido motivos para pensar que la tendencia se replique en Europa. Pero si no se logra una desaceleración contundente de los precios —por la energía y otros choques externos— y, al mismo tiempo, la actividad económica entra en un largo periodo de letargo, se agita otro fantasma, el de la estanflación: alta inflación, bajo crecimiento y destrucción de empleo.
Objetivo: tasa neutral
“Con el actual nivel de inflación es necesario un tipo de interés al menos neutral [que controle la inflación sin lastrar el crecimiento], la Fed ya lo tiene y el mensaje del BCE va en esa dirección”, apunta Ubide. El gobernador del Banco de Francia, Francois Villeroy de Galhau, cree que la tasa neutral del BCE se sitúa entre el 1% y el 2%. “La cuestión es qué pasa después, si están dispuestos a seguir subiendo para ralentizar la economía”, añade el economista. Estados Unidos tiene algo más fácil contener la escalada porque su inflación va más vinculada a la demanda. El acierto de los bancos centrales en esta batalla contra la inflación se verá, dice Ángel Ubide, “una vez pase la crisis energética”.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha recordado a los Gobiernos que otras políticas permiten abordar el riesgo de la desaceleración. La número dos del organismo, Gita Gopinath, lanzó la semana pasada unas cuantas recomendaciones: advirtió de que las ayudas de emergencia deben dirigirse a las personas necesitadas y así evitar convertirse en un estímulo fiscal y urgió a tomar medidas para la transición climática y políticas que fomenten la diversificación del comercio mundial.
También las intervenciones en el mercado eléctrico pueden contener los precios. Philipp Heimberger, del Instituto de Estudios Económicos Internacionales de Viena, recalca la pérdida de poder adquisitivo que ya acumulan los trabajadores europeos, cuyos salarios no han acompañado a la inflación, y tacha de “terrible” la estrategia de comunicación de los bancos centrales, su acento en el sacrificio. Ese lenguaje no tiene nada de fortuito, en opinión de David Wilcox, economista del Peterson Institute for International Economics y de Bloomberg Economics. “Powell se ha envuelto en la túnica de Volcker [el de la desinflación y las recesiones de los 80] y ha dicho que entiende la responsabilidad de controlar la inflación, sin excusas, y que está determinado a hacerlo y hará todo lo necesario”, recalca. La presidenta del BCE, Christine Lagarde, se pronunció en un tono similar el pasado junio en Sintra (Portugal).
Es, en definitiva, otra versión del Whatever it takes (Haremos lo que sea necesario) que hizo célebre Mario Draghi al frente de un BCE expansionista en la crisis del euro. Una versión en dirección opuesta. Esta semana en Fráncfort el organismo europeo dará otra pista de cuán opuesta. Son, ya lo dice la maldición, tiempos interesantes.