XIII Premio Alfaguara

El gran río que brota

Hernán Rivera Letelier es hombre del Norte Grande, de la pampa, del desierto de piedra, del Chile antaño salitrero y ahora minero y pesquero. Ha inventado un universo novelesco personal y a la vez ha sido fiel a una realidad suya. Los chilenos de Antofagasta y Atacama, de los mundos de la minería, suelen ser aventureros, aficionados a los juegos de azar, puesto que la minería es jugadora, aleatoria por definición, y a la fiesta que puede ser enriquecedora y puede terminar mal. En mi lectura desordenada, suelo encontrar que su prosa exagera, que multiplica los adjetivos, pero el ritmo de sus na...

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Hernán Rivera Letelier es hombre del Norte Grande, de la pampa, del desierto de piedra, del Chile antaño salitrero y ahora minero y pesquero. Ha inventado un universo novelesco personal y a la vez ha sido fiel a una realidad suya. Los chilenos de Antofagasta y Atacama, de los mundos de la minería, suelen ser aventureros, aficionados a los juegos de azar, puesto que la minería es jugadora, aleatoria por definición, y a la fiesta que puede ser enriquecedora y puede terminar mal. En mi lectura desordenada, suelo encontrar que su prosa exagera, que multiplica los adjetivos, pero el ritmo de sus narraciones siempre me arrastra, me lleva por caminos que no había previsto.

Leí hace poco su Santa María de las flores negras y me pareció que la estrategia de la novela, inspirada en una matanza de obreros del salitre de comienzos del siglo pasado, era impecable: historias privadas que confluyen, casos que parecen marginales, signos dispersos, seguido todo de una culminación trágica, brutal, contada a gran orquesta. La historia tiene un aspecto menor, engañoso, y termina por ser mayor. En otras palabras, los canales y riachuelos particulares, extraviados, caprichosos, confluyen al fin en el gran río que brota del desierto, en el gran drama. Rivera Letelier mueve conjuntos corales, pero sabe entretenernos con personajes pintorescos, extravagantes, pícaros y tiernos. En sus narraciones existen los socavones de las minas, los viejos trenes, los caseríos, los prostíbulos pobres, las tabernas donde se bebe trago del fuerte, pero todo sobre un escenario silencioso y vasto: la pampa, la camanchaca, los tamarugos, las oficinas salitreras abandonadas. Es una geografía enigmática, con estaciones terminales que desembocan en muelles carcomidos, azotados por el oleaje, rodeados de guanayes y pelícanos.

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De alguna manera, me parece que los extremos se tocan y que Rivera Letelier, desde una de las antípodas del país, tiene en común con uno de los clásicos del otro extremo, Francisco Coloane, nombre que ahora forma parte de la mitología del sur austral y marítimo. En un texto reciente, Carlos Fuentes nos dice desde México que Chile se ha convertido ahora en país de novelistas, no de poetas, como dicen los viejos lugares comunes, o no sólo de poetas. Nombra a varios, y se olvida de Rivera Letelier. A mí, hace diez o más años, después de una larga residencia en el extranjero, me preguntaron por Rivera Letelier y dije que no lo conocía. Lo dije porque en verdad no lo conocía, y creo que él no me lo ha perdonado. Pero no escribo esto, desde luego, para que me perdone. Lo escribo para poner atención en su caso, y para seguir leyendo, lo cual me ayuda, a mí también, y a estas alturas del partido, a seguir escribiendo.

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