Tribuna:ESCALERA INTERIOR

UNA TRAGEDIA PEQUEÑA

El último tramo de escaleras le pesa como el saldo de una vida repleta de amargura. Su vida ha estado llena de amarguras, pero sabe que nunca debe declararlo en voz alta. Si lo hiciera, sus padres y sus hermanos sufrirían, y para eso ya está ella. Ella sola, eso sí, siempre sola. Sola por dentro y sola por fuera.

No es que no tenga amigos, que sí tiene. O al menos, conocidos, gente que la saluda por las mañanas y la despide por las tardes, que le pide pequeños favores o se los hace, que le guarda un sitio en el banco por las mañanas a la hora del bocadillo. Del bocadillo de los demás, p...

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El último tramo de escaleras le pesa como el saldo de una vida repleta de amargura. Su vida ha estado llena de amarguras, pero sabe que nunca debe declararlo en voz alta. Si lo hiciera, sus padres y sus hermanos sufrirían, y para eso ya está ella. Ella sola, eso sí, siempre sola. Sola por dentro y sola por fuera.

No es que no tenga amigos, que sí tiene. O al menos, conocidos, gente que la saluda por las mañanas y la despide por las tardes, que le pide pequeños favores o se los hace, que le guarda un sitio en el banco por las mañanas a la hora del bocadillo. Del bocadillo de los demás, porque ella no toma bocadillos. A veces, alguno nuevo se la queda mirando, pero los demás, todos aquellos a los que ella puede llamar amigos y amigas, ya están acostumbrados a verla con esas bolsitas de plástico de cierre hermético en las que lleva una manzana o una naranja pelada y cortada. De todas formas, la miren raro o no, ella se sienta, abre la bolsa y se come la fruta. En primavera, cuando empieza el calor, y la piel suda, y el cuerpo pide agua, le importa menos, pero en invierno la fruta es fría, y da frío. Quizá, en verano, un bocadillo de chorizo frito dé calor, pero a ella no se lo parece. Los envidia igual durante todos los meses del año.

Y no es que no tenga fuerza de voluntad, que sí tiene. A la fuerza, porque las personas como ella necesitan ejercitar la voluntad para estar vivas. No es fácil aprender a convivir con las miradas de los otros, las sonrisas de los otros, el desprecio o la compasión de los otros. No es fácil estar de pie cuando a tu alrededor todo conspira para que te hundas. Y ella no se hunde nunca, casi nunca, aunque también sabe lo que se siente al caer, y caer, y caer, y seguir cayendo sin tocar jamás el fondo.

Por eso no le gusta el color blanco. En la perpetuamente amarga estación de su vida, el blanco es al mismo tiempo el color de la esperanza y del fracaso. Los médicos que encuentran llevan batas blancas; los que no encuentran, también. Y en medio, en el centro de lo que saben y de lo que ignoran, siempre está ella, hipertiroidea, hipotiroidea, hipertiroidea otra vez, y quizá algo en el páncreas, pero no es el páncreas, y quizá es una enzima, pero no es la enzima, y quizá es otra hormona, pero no es la hormona, o sí, o no, o tal vez, o vete a saber... Ha llegado a odiar los hospitales aunque sabe que su odio a los hospitales es estúpido, injusto. Yo no lo sé todo, le dijo su endocrinóloga de cabecera en la última revisión, ya me gustaría a mí saberlo todo. Ella lo entendió, pero entenderlo no le ayudó a sentirse mejor. Tampoco ayudaría a los demás, y por eso no les cuenta nada. ¿Qué podría decir? ¿Soy un monstruo, un fenómeno de feria, una equivocación de la naturaleza? Eso no hace falta decirlo, ya lo ven ellos solos al mirarla. O, al menos, ella siente que lo ven, y que disimulan. Por eso nunca le hacen preguntas, ni reciben de ella explicación alguna.

Por lo demás, igual que una mañana amanece lluviosa o espléndida de sol, hay días buenos y días malos. En los primeros no hace falta pensar mucho. En los segundos piensa demasiado, y un poco más, y sigue pensando hasta que siente cómo el grumo gris y polvoriento de la desesperanza rellena su garganta hasta amenazar con ahogarla. Hoy ha sido uno de esos días, pero al llegar arriba se encuentra con que en su casa no hay nadie, y no sabe si eso es algo bueno o malo. Para decidirlo tendría que estar más fuerte, más animada de lo que está. Pero hoy ha sido un día malo, malo de verdad, y se siente tan frágil, tan indefensa, que va derecha a la cocina, abre un armario, luego otro, revisa los escondites habituales de su madre, encuentra un paquete de magdalenas, una tableta de chocolate, y se lo come todo, de pie, en menos de cinco minutos.

Luego se sienta en una silla y se echa a llorar. Pesa más de noventa kilos. Todavía no ha cumplido doce años.

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