Reportaje:La 'revolución azafrán'

Más de 50.000 vidas tras las alambradas

Los birmanos huidos de la guerra en su país viven hacinados en campamentos de refugiados en Tailandia

Todos los preceptos budistas se tambalean sobre el lodo que cubre los caminos del campamento de refugiados de Mae La, un lugar cercano a la frontera que separa Tailandia de la vecina Myanmar (antes Birmania). No desear, no plantearse objetivos inmediatos y considerar que la felicidad sólo se encuentra en una vida disciplinada son principios inestables cuando la lluvia lo convierte todo en un barrizal rodeado de alambradas, incluso para las más de 50.000 personas que desde hace 20 años viven en este campamento, lejos del régimen militar que trata de exterminarlos en su país.

Son los kare...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Todos los preceptos budistas se tambalean sobre el lodo que cubre los caminos del campamento de refugiados de Mae La, un lugar cercano a la frontera que separa Tailandia de la vecina Myanmar (antes Birmania). No desear, no plantearse objetivos inmediatos y considerar que la felicidad sólo se encuentra en una vida disciplinada son principios inestables cuando la lluvia lo convierte todo en un barrizal rodeado de alambradas, incluso para las más de 50.000 personas que desde hace 20 años viven en este campamento, lejos del régimen militar que trata de exterminarlos en su país.

Son los karen, una de las etnias de Birmania más castigadas por la dictadura militar del general Than Shwe, que ha aplastado con mano dura las recientes protestas prodemocráticas encabezadas por los estudiantes y los monjes budistas en la principal ciudad del país, Yangon (antes Rangún).

"El budismo no dice que no podamos luchar y pedir una vida digna", explica Stila
Las autoridades tailandesas usan a los karen como mano de obra barata en fábricas
Más información

Los karen ya conocen cómo se las gastan los militares, porque desde hace tres lustros sufren el genocidio. La guerra civil que aún continúa en su Estado, al este del país, les obligó a refugiarse en Tailandia. Ahora son más de 130.000 personas distribuidas en siete campamentos de todo el país asiático.

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

En el de Mae La, las casas de bambú resisten el chaparrón. En cada una de ellas, en un cartel colgado de un poste figuran las fotos y los detalles de todos sus residentes. En la de Mahn Stila, de 66 años, el letrero dice que son siete. "Llevamos así desde que esos chupadores de sangre decidieron no dejar la silla. Están locos", se lamenta el anciano mientras abre un paquete de galletas que reparte entre un grupo de niños del poblado.

Mahn Stila no trabaja. No lo hace casi ninguno de sus parientes, y eso, si se compara con otros casos, puede ser un privilegio. Las autoridades tailandesas abusan de su condición de anfitriones y usan a los karen como mano de obra barata en algunas fábricas de Mae Sot -la última ciudad tailandesa antes de llegar a Myanmar- donde algunas ONG, que prefieren no dar el nombre de su organización, aseguran que viven en condiciones infrahumanas. "Si lo denunciamos públicamente podríamos perder los trabajos que Tailandia nos deja hacer aquí y que sirven para salvar vidas. Todo el mundo lo sabe. Viven en chabolas cerca de las fábricas y trabajan durante largas horas sin que a veces puedan ver la luz del día", señala un miembro de una las ONG que trabajan con los karen en los campamentos.

Pero no tener que trabajar allí sólo convierte a Mahn Stila en una excepción. Él es un anciano respetado, uno de los más respetados en el campamento, cuya experiencia y sabiduría es venerada por su gente. Detrás de las alambradas, el día transcurre con normalidad, sólo alterada por el objetivo de las cámaras y las preguntas de los periodistas, que han entrado en el poblado librando los controles tailandeses gracias a la ayuda de los karen.

Sólo algunos hablan inglés. El guía recorre los callejones empinados, señala unas mangueras cubiertas de lodo y explica que sólo tienen agua corriente durante seis horas al día. "No tenemos luz, el agua sólo la tenemos de seis a nueve de la mañana y de tres a seis de la tarde. Sólo comemos lo que nos dan las ONG. En teoría, no podemos salir ni trabajar en otro sitio que Tailandia no autorice, aunque la gente se arregla con pequeños negocios en el campamento", comenta.

Aparte de esos problemas, no hay muchos más. Los karen no los causan. En un pequeño monasterio de madera, junto a la pagoda del poblado, un grupo de niños vestidos con los tradicionales hábitos de color rojo y azafrán aprenden las enseñanzas del budismo. Otro grupo de chavales, algo mayores, visten como si hubieran salido de una banda tribal en un barrio neoyorquino; muestran tatuajes, fuman cigarrillos, llevan gorras ladeadas y se untan tanaka, una crema natural usada por los birmanos para protegerse del sol y embellecer su rostro. Ese grupo de chavales y algún que otro joven tocando rock en una guitarra con cuatro cuerdas es lo único que desentona en el campamento. El resto es silencio, bostezos y miradas perdidas.

Según el Comité de Refugiados de la Etnia Karen, el goteo de personas que cada día llegan al campamento no para de aumentar. A pesar de ser aplastada, la última revuelta popular ciudadana en Yangon ha llevado a los militares a reforzar los controles sobre la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional Karen, los últimos hombres que luchan al este del país tratando de escapar de las minas antipersona que el Ejército birmano ha colocado estratégicamente en su territorio. Muchos de estos hombres son sólo niños armados con viejos M16.

El temor de los karen es ser institucionalizados, es decir, que el mundo los considere parte del paisaje en el que se asientan, un problema más sin resolver. Con suerte, algunos de ellos podrán recibir una autorización para marchar a Mae Sot y buscar allí su destino. La ciudad tailandesa, a cuatro kilómetros de la frontera de Birmania, es una ciudad aparentemente tranquila, donde sin embargo, operan las mafias que recolocan a los karen en las fábricas para trabajar en condiciones de semiesclavitud.

El concepto de dukkka (satisfacción imposible) de los budistas es mucho más comprensible en medio del campo de refugiados. Sus vidas son precisamente eso, una satisfacción que jamás tendrán. La mayoría de ellos son budistas y el listón de su aguante es muy alto. Muchos de ellos quieren derribar ese límite. "El budismo no dice que no podamos luchar y pedir una vida digna. Tenemos que pelear como lo han hecho los estudiantes y los monjes en Rangún", explica el viejo Stila.

La pelea de estos días se ha acabado, al menos por ahora. El Sunday Times aseguraba ayer, citando testimonios de residentes en Yangon, que el Ejército birmano está incinerando los cadáveres de las personas que murieron durante las protestas. Las carreteras que conducen al crematorio municipal están cortadas y los testigos dicen que no ha cesado de salir humo por las chimeneas de los altos hornos. De ser cierto, la cifra real de muertos nunca se conocerá y los problemas de los karen, de las demás etnias birmanas y de los ciudadanos que han luchado por la democracia correrán el peligro de ser enterrados por el silencio.

Archivado En