Reportaje:

Los niños de todos

En una cuartilla, dibujos de una casa torcida, una gallina sin cresta, una estrella de cuatro puntas, flores con brazos y un sol con ojos y cejas juntas. Al lado, en letra de imprenta, un mensaje genérico y muy formal: "Inmensa es la alegría para nosotros, los niños y niñas de las comunidades de las parroquias Colonche y Manglaralto de la península de Santa Elena, por poder comunicarnos con ustedes para contarles cómo vamos fortaleciendo cada día nuestros derechos, así como los tienen los adultos. De igual manera queremos agradecerles por el gran apoyo que siempre nos brindan para vivir cada d...

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En una cuartilla, dibujos de una casa torcida, una gallina sin cresta, una estrella de cuatro puntas, flores con brazos y un sol con ojos y cejas juntas. Al lado, en letra de imprenta, un mensaje genérico y muy formal: "Inmensa es la alegría para nosotros, los niños y niñas de las comunidades de las parroquias Colonche y Manglaralto de la península de Santa Elena, por poder comunicarnos con ustedes para contarles cómo vamos fortaleciendo cada día nuestros derechos, así como los tienen los adultos. De igual manera queremos agradecerles por el gran apoyo que siempre nos brindan para vivir cada día mejor junto a nuestros padres y familias". Lo firma Ricardo Javier Pozo Gonzabay, un niño de ocho años que vive en Manantial de Colonche, una comunidad de la costa de Ecuador de unos 900 habitantes.

Una de las vías que más frutos están dando son los microcréditos de entre 100 y 1.000 dólares
Ana Lucía, de 11 años, vende golosinas de noche. Su madre le exige que gane 30 dólares al día
La noche es peligrosa. Han detectado casos de prostitución con guardas de seguridad

Esta carta la recibieron el mes pasado Antonio Pereira, de 47 años, y Belén Quintero, de 42, en la peluquería que tienen en Valladolid. Ricardo Javier es el cuarto chaval que apadrinan con Ayuda en Acción. Antes tuvieron a otros dos niños de Santa Elena, que ya han crecido y, al contar con más de 16 años, han salido de este programa de cooperación. Belén y Antonio llevan 15 años colaborando con Ayuda en Acción; además coordinan el grupo de voluntarios en la capital castellana.

Con ellos emprendemos vuelo a Ecuador -a las zonas de Santa Elena, la Mitad del Mundo y Quito- para conocer en directo y sobre la tierra en qué consiste esta fórmula a la que recurren muchas ONG de desarrollo para movilizar conciencias y captar fondos y socios en los países ricos, incluso a través de telemaratones. Una fórmula que ha levantado críticas y recelos en los últimos meses en España por las cuentas poco claras -investigadas y denunciadas por la Fiscalía de Barcelona por supuesto desvío de fondos a inversiones privadas- de una de las principales organizaciones de apadrinamientos, Intervida.

Con Belén y Antonio, y Ayuda en Acción (54,4 millones de euros de presupuesto este año, de los cuales seis millones van destinados a Ecuador; casi 200.000 socios, donantes y colaboradores), viajamos a Ecuador para ver en qué consisten los apadrinamientos. Es algo que a mucha gente todavía induce a confusión por las connotaciones de esta palabra -quizá por eso, en el mensaje inicial se subraya eso de que los niños viven con sus padres; que ya tienen familia, vamos- y porque España es un país con poca tradición en la cooperación y aún hay gente que la entiende de manera asistencialista y sensiblera; que necesita ver la foto del niño antes y el niño después, con mocos y sin mocos -algo de lo que huyen la mayoría de las ONG-, para decidirse a contribuir. Son niños de todos, responsabilidad de todos.

Recorremos costa y sierra de este país andino para que los vallisoletanos comprueben qué se hace con su dinero (21 euros mensuales) y escuchen una y otra vez que allí a los apadrinamientos se les prefiere llamar vínculos solidarios, y que las aportaciones económicas entregadas no van a su niño concreto -el que, más o menos dos veces al año, envía fotos, mensajes y dibujos-, lo que crearía desigualdades, envidias e injusticias insoportables, sino a toda la comunidad donde reside su familia, para la creación de comedores y centros de apoyo escolar, maternidades, microcréditos, programas de preparación para artesanos, pescadores, agricultores y jóvenes empresarios... Ayuda en Acción tiene apadrinados 175.988 niños en el mundo, de los cuales casi 27.000 están en Ecuador.

Esos niños con foto y firma son la cara de la cooperación; el símbolo, digamos. Pero, como explica Marta Macías, delegada de Ayuda en Acción en Barcelona y Baleares, se trata de poner en marcha "iniciativas solidarias con una visión global, articulada, no parches individuales". "Es la manera de aportar sentido a la cooperación y lograr que esas comunidades salgan adelante; es un trabajo de todos, una iniciativa conjunta, donde nosotros, desde España, proporcionamos fondos y capacitación a través de las organizaciones locales de esos países (contrapartes), y las comunidades aportan su experiencia, sus estructuras sociales y trabajo. Se trata de ayudarles a sentar las bases de las iniciativas para que, pasados unos años, sean ellos los protagonistas de su propio desarrollo".

Cuando Belén Quintero -simpática y parlanchina- y Antonio Pereira -tranquilo y ordenado- se reúnen con Ricardo Javier en un centro de apoyo escolar de la comunidad del Palmar, el niño resulta ser muy tímido y callado. Le acompaña su madre, María. Tiene nueve hermanos. Sus padres trabajan en el campo. No se muestra personalmente entusiasmado con la visita, porque tanto él como sus padrinos, desde uno y otro lado del Atlántico, desde uno y otro lado de la línea gruesa que separa las sociedades opulentas de las que viven con un poco menos de lo básico, saben que el vínculo se estrecha con toda, toda la comunidad. Eso sí, Belén, Antonio y Ricardo Javier se fotografían juntos en la playa -un recuerdo para ellos; para los periodistas, la ilustración de la última página de este reportaje-; los vallisoletanos entregan al centro los balones que han llevado desde España; la madre se muestra muy agradecida por todo el apoyo y solidaridad de los "amigos españoles", y un centenar largo de niños entona una canción de bienvenida.

De nada serviría que unos cuantos miles de niños accedieran a medicamentos, vitaminas, ropa, juguetes y abundante material escolar si, en su comunidad, sus padres no cuentan con un medio digno de vida, a las casas no llega agua potable y los partos no se atienden con higiene. Por eso, Belén y Antonio parten hacia los proyectos de desarrollo en torno al ecoturismo comunitario en la península de Santa Elena, 32 comunidades con unos 48.000 habitantes; más la región de la Mitad del Mundo y Quito, donde tocarán la angustia de los niños de la calle. En esas zonas trabaja Ayuda en Acción en planes cofinanciados por instituciones como la Junta de Andalucía, el Gobierno de Canarias y el Ayuntamiento de Madrid. Vamos allá.

Paquita Jara Rosales ha hecho el camino de vuelta desde Guayaquil, una ciudad de 2,5 millones de habitantes, a su humilde pueblo, Manglaralto, para abrir en su casa la hospedería familiar Los Cactus, con seis habitaciones para visitantes (ocho dólares por persona y día): "Estamos consiguiendo que las familias puedan vivir del turismo, que la gente se quede en su tierra y no tenga que emigrar a las grandes ciudades o a otros países, como sucede en otras regiones". La frase es importante teniendo en cuenta que éste es uno de los países que sufren una tasa de emigración más alta (en torno a un 10% de su población, 13,5 millones, ha salido para trabajar); últimamente el destino preferido es España, donde viven, según las cifras oficiales, unos 420.000 ecuatorianos.

Ya hay 250 familias volcadas en este incipiente turismo comunitario en una zona de bellísimas playas donde los constructores españoles entrarían en ataque de ansiedad al ver el potencial que guardan. Pero es muy improbable que suceda un desarrollo masivo para captar turistas al estilo mediterráneo, porque son tierras comunales, a nombre de toda la comunidad, y no de propietarios individuales. Granito a granito, y con el trabajo del Centro de Promoción Rural (CPR), liderado por el enérgico sacerdote José Cifuentes, nacido en Totana (Murcia) y que lleva 40 años en Ecuador, han conseguido tejer ya una red de 14 hospederías (con 140 plazas) y 46 cabañas-comedores, más 60 talleres y 5 tiendas de artesanía.

Una de las vías que más frutos están dando es la concesión de microcréditos, pequeñas cantidades de 100 a 1.000 dólares para plazos de 4 a 12 meses que permiten echar a andar proyectos de vida; es la propia comunidad, a través de un comité, la que decide a quiénes se conceden los préstamos. Hablan las mujeres, que son las principales depositarias de estas ayudas financieras: "Soy campesina, pedí 500 dólares para invertir en pollos con mi esposo. Me tocaba pagar 66,50 dólares mensuales a ocho meses. Pienso que sí estamos saliendo adelante". "A la banca no podemos acudir porque nos piden muchos requisitos; lo primero, títulos de propiedad de la tierra, y no los tenemos, son tierras comunales, e intereses del 16%. A los chusqueros [prestamistas particulares], tampoco; funcionan al 20% de intereses al mes. Éstos son créditos solidarios, dados con el corazón". "Soy madre soltera. Trabajo en una escuela y saqué un préstamo para una computadora que me hacía muchísima falta para no quedarme atrás; ya saben ustedes, uno tiene que prepararse". "Hace años, la gente se moría a pesar de vivir en este bello jardín; ahora, gracias a los créditos, podemos estar gorditos. Ya tenemos los chanchitos, ahora nos falta la vaquita".

Ya en la sierra, a dos horas de Quito, en la provincia de Pichincha, en el área denominada Mitad del Mundo -porque por aquí pasa la línea del ecuador del planeta-, Belén y Antonio se reúnen con un amplio grupo de parteras quichuas, llamativamente vestidas con sombrero, poncho y falda pollera, y con collares y pulseras de muchas y doradas vueltas. El encuentro resulta emocionante; cuentan cómo combinan la medicina tradicional con la moderna, lo bien que les vienen los botiquines que les han facilitado, y piden más ayuda, entre otras cosas para dotarse de botas que las protejan de los aguaceros en sus largos recorridos a pie. Con la colaboración de la Casa Campesina, organización de los salesianos, la doctora Carmen Cadena gestiona no sólo una maternidad ejemplar (donde Antonio y Belén pueden acariciar a un guagua de un día, Christian Gabriel), sino un proyecto de dignificación del trabajo de las parteras (comadronas), del que todos se sienten muy orgullosos por aquí, por la Mitad del Mundo.

No hay que olvidar que la gran mayoría de las parteras no sabe leer ni escribir (en esta zona, la tasa de analfabetismo entre adultos asciende al 37%, pero en las mujeres llega a doblarse) y que décadas atrás incluso las encarcelaban por considerarlas brujas que atentaban contra la salud y el orden públicos. Ahora, todas estas pequeñas mujeres quichuas de caras labradas agradecen a la "doctorcita Carmen" por ayudarlas a mejorar un servicio que les han legado sus antepasados -"yo aprendí de mi abuela con ocho años, y ya con 14 atendí un parto de mi madre"-. Prácticamente no registran casos de mortalidad de niños al nacer, y tienen bien asumido que, si ven complicaciones en el parto, han de avisar para trasladar a la mujer al hospital.

Carmen Cadena subraya que la base del proyecto es la colaboración y el respeto mutuo: a la cultura y tradiciones indígenas, y a los avances de la medicina occidental. "Ellas siguen ejerciendo sus conocimientos; por ejemplo, sobre la aplicación de hierbas frías y calientes. Pero ya no cortan el cordón umbilical con carrizo, sino con tijeras esterilizadas". Cuenta la doctora que siguen practicando la radiografía del cuy (un roedor muy presente en la vida cotidiana de Ecuador; incluso se come). Le restriegan por el cuerpo del enfermo; como el animalito es muy sensible y suele morir de estrés -parece que las cobayas en medicina están abocadas inevitablemente al sacrificio-, lo abren en canal y ven qué órgano es el defectuoso, el causante -se supone- de la defunción. Deducen que eso mismo es lo que causa la dolencia al humano y se lo ha traspasado al bicho. "En eso no entramos ni salimos", aclara la doctora, "pero sí las enseñamos a identificar señales claras de riesgo para que en esos casos acudan al hospital en vez de al curandero".

Ya en Quito, Belén y Antonio conocen a Ivano Zanovello, un carismático salesiano de enorme fuerza interior y exterior, que nació en Italia, pero lleva 50 de sus 67 años en Ecuador. Cualquiera que le conozca habrá de admitir que gente así hace mucho por reconciliar a los más críticos con la Iglesia católica. Él es el alma principal de la Fundación Proyecto Chicos de la Calle, empeñada en dar estudios, aficiones sanas y un futuro a centenares de menores que trabajan en las calles de la capital ecuatoriana vendiendo golosinas, haciendo malabares en los semáforos o sacando lustre a los zapatos para contribuir a las paupérrimas economías de sus papás. Su lema: "Los niños no son de la calle, son nuestros". De todos. Tras otros ensayos, finalmente esta fundación ha optado por una fórmula mixta: que los niños sigan algunas horas de la mañana en la calle, porque, si tratan de apartarles totalmente, sus familias rompen lazos con los salesianos y nada quieren saber de la escuela; que por la tarde acudan al colegio y actividades extraescolares vigiladas para cantar, hacer deporte o jugar en vez de andar todo el día tramando pillerías, y que vayan a dormir con sus padres -o, si no los tienen, con algún familiar, aunque sea lejano-, nada de internados. Lo que peor llevan es que los niños salgan de noche. Es peligroso. Por eso, una furgoneta de la fundación recorre tres veces a la semana el centro histórico de Quito controlando qué niños siguen vendiendo chicles y caramelos a esas horas, comprobando que están bien -más o menos bien- y desplazándose a sus casas para tratar de convencer a los padres para que no obliguen a sus hijos a entregarse a la oscuridad. El recorrido bajo las farolas toca las fibras sensibles: muchachitos con una caja de golosinas entre sus manos; pequeñas violeteras a la puerta de los teatros ofreciendo su mercancía a los caballeros, y relatos de esos que, si conoces a los protagonistas, hacen llorar.

Ana Lucía tiene 11 años y vive en un cuartucho con sus padres y siete hermanos. Vende caramelos por las calles coloniales de cinco de la tarde a una de la madrugada, cuando apenas ya no queda gente. La mamá, que no deja que vaya a estudiar porque dice que se despista de su trabajo, le exige que lleve a casa 30 dólares al día. En la Fundación Chicos de la Calle ven casi imposible que obtenga esa cantidad a golpe de golosinas, por eso sospechan que Ana Lucía se prostituye; porque han visto cosas raras y por la noche abundan guardas de seguridad privada que la miran de arriba abajo.

Cuando ve la camioneta de los salesianos con el logotipo alegre de los Niños de la Calle, echa a correr; su madre le ha ordenado que huya, que no hable, que no les haga caso. Ana Lucía a veces aparece con algún moratón en la cara. Pero sigue huyendo. ¿Y la policía no hace nada? La respuesta es que sí, que los agentes a veces detienen a los niños para quitarles el dinero y para que les hagan "eso que ya sabéis nos gusta tanto".

Al final del viaje, los padrinos de Valladolid hacen balance: "Lo que más nos ha impresionado, el compromiso de las comunidades para sacar adelante sus proyectos de desarrollo; su implicación asamblearia... Y la mirada de los niños. Cómo no. De agradecimiento o de ilusión. O desamparo. Lo dicen todo...".

La lluviosa noche en que Antonio y Belén hacen la ronda, en una esquina del barrio de casas coloniales de fachadas bien pintadas trabajan Luis Clever, Freddy, Fausto, Joana, Sandra..., chavalillos de entre 8 y 12 años. Ana Lucía y Berenice están apoyadas en las puertas del teatro Bolívar. Venden su mirada aparentemente despierta. Pero, si se mira al fondo de sus ojos negros, se ve algo más.

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