Columna

Sutil y alambicado

He compartido la amistad con José Luis Coll desde sus primeros años de bohemia, recién llegado al café Gijón desde Cuenca, cuando tomar allí un bocadillo de jamón era una hazaña espectacular que la gente aplaudía arremolinada en torno al velador. Ya entonces Coll ejercía un humor fino y abstracto teniendo todos los motivos para estar desesperado. Luego se abrió paso a brazo partido en medio de la caspa nacional hasta convertirse en un personaje popular que conoció muchos años de gloria. Eran los tiempos en que, de pronto, se levantaba de la tertulia del café y llamaba a La Moncloa y Felipe Gon...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

He compartido la amistad con José Luis Coll desde sus primeros años de bohemia, recién llegado al café Gijón desde Cuenca, cuando tomar allí un bocadillo de jamón era una hazaña espectacular que la gente aplaudía arremolinada en torno al velador. Ya entonces Coll ejercía un humor fino y abstracto teniendo todos los motivos para estar desesperado. Luego se abrió paso a brazo partido en medio de la caspa nacional hasta convertirse en un personaje popular que conoció muchos años de gloria. Eran los tiempos en que, de pronto, se levantaba de la tertulia del café y llamaba a La Moncloa y Felipe González se ponía al teléfono, o en medio de la partida de póquer interrumpía un momento el juego y llamaba con el supletorio a La Zarzuela y Juan Carlos contestaba ante la admiración de todos los puntos del tapete verde. "El Rey nunca me ha fallado", decía colgando el auricular.

Más información

A Casa Picardías, el restaurante donde cada semana durante una cena elaborábamos el número de Hermano Lobo, llegaba José Luis Coll con un bagaje de palabras con que fabricaba su diccionario surrealista. Para este humorista, las palabras eran como muñecas rusas: una contenía a otra indefinidamente y de ellas sacaba todo el jugo exprimiéndolas hasta el último sentido surrealista. Bastaba con podarles una vocal, una consonante o un simple acento. A través de este ejercicio se adentraba en un bosque de significados, cada uno más sorprendente y divertido. Era nuestro Buster Keaton particular, lo mismo que Sánchez Polack era Groucho Marx. De Coll me gustaba sobre todo su silencio de piedra desde el cual pasaba a la rabia infinita ante problemas insignificantes. Ahora que ha muerto, uno concibe la grave pérdida que supone para este país tan dramático que desaparezca un humorista inteligente, blanco, sutil y alambicado. Nuestro amigo pasará a la historia como una fuente de anécdotas, lo cual es la única corona que deja a este lado la inmortalidad.

En la partida de póquer siempre me sentaba a su lado, y no porque le veía las cartas, sino porque me gustaba incitarle por lo bajo para que soltara alguna respuesta divertida. Una vez le pregunté:

-José Luis, ¿es verdad que un día te ligaste a Naomi Campbell?

Guardó unos segundos de silencio, me miró de soslayo, y finalmente contestó:

-No te digo ni que sí ni que no.

Cada amigo que muere cierra una etapa de la vida. A José Luis Coll le debemos los españoles las carcajadas más inteligentes, y con esa gratitud lo vamos a despedir después de colocarlo en un lugar estelar en la historia del humorismo.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Sobre la firma

Archivado En