Columna

Lo mejor del mundo

El fin del mundo no es nada. En la Scala ocurre una vez al año, por lo menos, y la ciudadanía lo sobrelleva bastante bien. La temporada pasada, el mundo se acabó cuando el personal, desde el primer violín hasta el servicio de guardarropía, se rebeló contra Riccardo Muti. Esta temporada, la catástrofe cósmica se produjo el domingo, cuando el faraón egipcio Radamés se largó del escenario y fue sustituido por un señor en vaqueros. La Scala es así, muy propensa al apocalipsis.

Son cosas inevitables cuando un público que se considera a sí mismo el mejor del mundo se enfrenta al mejor ...

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El fin del mundo no es nada. En la Scala ocurre una vez al año, por lo menos, y la ciudadanía lo sobrelleva bastante bien. La temporada pasada, el mundo se acabó cuando el personal, desde el primer violín hasta el servicio de guardarropía, se rebeló contra Riccardo Muti. Esta temporada, la catástrofe cósmica se produjo el domingo, cuando el faraón egipcio Radamés se largó del escenario y fue sustituido por un señor en vaqueros. La Scala es así, muy propensa al apocalipsis.

Son cosas inevitables cuando un público que se considera a sí mismo el mejor del mundo se enfrenta al mejor tenor del mundo (todos lo son) en presencia de los mejores músicos del mundo (por supuesto) y del mejor director del mundo (siempre). Alguien tiene que salir perdiendo. El domingo fue Roberto Alagna, desde entonces, al menos en Milán, apellidado Alagná, con acento agudo, para que se note que no es italiano sino francés.

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Al tenor Alagna le molestó, según parece, que una parte del público, localizado en el levantisco loggione de las entradas baratas, le abucheara tras la primera aria. Ya salió a escena irritado por las críticas del estreno, que no le hacían justicia (como se sabe, los críticos de la Scala son los mejores del mundo) porque le ninguneaban y se dedicaban con preferencia a despellejar la escenografía de Franco Zeffirelli, la mejor del mundo, o a ensalzar los glúteos (los mejores del mundo) del bailarín Roberto Bollé. En cuanto se escuchó el primer "buuu", Alagna paró en seco, hizo un gesto como de rabia y se marchó a su casa en plena representación. Lo dicho, el fin del mundo.

Los divos de la ópera suelen tener la piel más fina del mundo y quien más quien menos ha protagonizado una espantada. Roberto Alagna, sin embargo, debería estar un poco más curtido que los demás: en lo profesional, porque comenzó trabajando en los cabarés de París, ante un público que al menos alguna noche debió ser tan grosero como el de la Scala; en lo personal, porque enviudó en 1994, y esas cosas enseñan a distinguir entre lo importante y el fin del mundo de cada año.

Alagna ha obtenido una gran popularidad y estos días es, probablemente, el tenor más famoso del mundo, como lo es también el sustituto de pantalón vaquero, Antonello Palombi. No hablemos de la publicidad que ha obtenido la Scala. Alagna ha anunciado que participará en la próxima edición del festival de San Remo, inmarcesible altar de la canción ligera. Todos los protagonistas del incidente deberían ser la gente más feliz del mundo.

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