Reportaje:

El mismo lugar, 50 años después

Dos hermanos emigraron de niños a Madrid desde el campo. Al ver una foto histórica en el periódico se reconocieron

"Aquí, en el 19, pintaban carteles de cine y en este portal vivía mi amigo Jesús Graña, y ahí había una pollería, y aquí, en el colegio, nos daban leche en polvo y queso americano". Cuando Crisanto de Frutos, Tito, emboca la calle del Oso, en el corazón del hoy multiétnico barrio de Lavapiés, en Madrid, en realidad no ve las tiendas de ropa china. Su corpachón de tabernero, recogido por una chaqueta negra, se mueve con velocidad infantil. Tiene 57 años, la cabeza cana y mira, sin verlas, las faldas que cuelgan de las puertas de los negocios y las trapas cerradas. A su través ve una impr...

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"Aquí, en el 19, pintaban carteles de cine y en este portal vivía mi amigo Jesús Graña, y ahí había una pollería, y aquí, en el colegio, nos daban leche en polvo y queso americano". Cuando Crisanto de Frutos, Tito, emboca la calle del Oso, en el corazón del hoy multiétnico barrio de Lavapiés, en Madrid, en realidad no ve las tiendas de ropa china. Su corpachón de tabernero, recogido por una chaqueta negra, se mueve con velocidad infantil. Tiene 57 años, la cabeza cana y mira, sin verlas, las faldas que cuelgan de las puertas de los negocios y las trapas cerradas. A su través ve una imprenta, un horno que huele a almendras garrapiñadas, incluso la casa del señor Juan, el único vecino que tenía televisión.

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En realidad, Tito camina por el territorio empedrado de su infancia, por el Madrid de 1953 o 1955, por el momento en el que un fotógrafo le miró directamente a los ojos un domingo por la mañana. Llevaba Tito, como se ve en la instantánea que recupera mañana La mirada del tiempo, Del campo a la ciudad II, ropa heredada, humilde. Era el hermano pequeño de una familia que había emigrado a la capital. Pero calzaba buenos zapatos. Aquel domingo, como todos, Tito acompañaba a su hermano Andrés a vender al Rastro los botines que fabricaba el padre.

Las botas fueron la clave para que Tito se reconociera en aquel chavalín cegado por el sol, al lado de la iglesia de San Cayetano, en la calle de Embajadores.

El 10 de febrero de 2006, tras servir los primeros cafés en su cervecería de Las Navas del Marqués (Ávila), Tito hojea EL PAÍS y se detiene en una foto que publicita La mirada del tiempo. "Mira, Conchi, mi padre hacía botas como ésas". Conchi, la esposa de Tito, contempla la imagen y exclama señalando al niño pequeño: "Pero si ese crío eres tú, ¿no ves que estás clavado a tu hijo?".

Claro, él con pantalones cortos, con cinco, a lo más siete años, y el otro, el de los bombachos y las botas, su hermano Andrés, 10 años mayor, con el perfil clavado al de la madre. Y entonces llamó Tito a Andrés, a Valencia. Le dijo que bajara a comprar el periódico. Que lo abriera por la página 22.

Tal es el comienzo de este viaje de los dos hermanos al paisaje de su infancia. Ahora Tito señala un portal tras otro, pronuncia un nombre tras otro, como si aún jugase a las canicas todas las tardes en aquella calle de puertas abiertas. Andrés camina detrás de él, más silencioso. Algo desubicado.

En realidad, Andrés, hoy un jubilado de 67 años que lleva a sus nietas al colegio, nunca se acomodó a las estrecheces de un piso de tres habitaciones, retrete y lavabo, ni a su uniforme de botones. Su adolescencia se quedó en Abades, el pueblo, en Segovia. En la libertad de encarar el camino sobre un caballo, a solas con el horizonte y el ganado bravo.

Tito tendría cuatro años cuando la familia del zapatero y barbero Crisanto de Frutos se vino a Madrid. Al número 11 de la calle del Oso, donde estaban de porteros el señor Fermín y la señora Pilar. Tenían una hija modosita, de melena larga, que iba a cantar a la radio. Hoy la ven por la tele. La llaman Ana Belén. "Los domingos comíamos carne de caballo y judías blancas que compraba mi madre en la calle de Cabestreros".

Los domingos había cine gratis, de "milagros y de curas", en los Salesianos de Atocha, y Tito podía llenarse los bolsos de caramelos con las dos pesetas que le sacaba a Andrés. Entre semana, el chaval descubría Madrid haciendo novillos. Fumaba en los jardines de Sabatini, jugaba al béisbol con los hijos de los aviadores americanos, se pegaba con ellos, y probó a colarse en el cine Pavón para ver a Natalie Wood en Esplendor en la hierba. Más de una vez Tito acabó en la Dirección General de Seguridad, en Sol, por colarse en el metro. "Como nadie tenía teléfono, no llamaban a tu madre. Te daban un capón y te soltaban".

Un día vinieron con un recado. Su hijo Antonio, dijeron a la madre, ha tenido un accidente. Antonio era el mayor. Trabajaba, tenía 27 años y novia para casarse. La señora Encarna nunca se recuperó. Él se recuerda sentado en el suelo de la cocina. Y la madre llorando, rodeada de vecinas.

Con 15 años, Tito se fue a Mallorca, a conocer mundo; Andrés se casó y se marchó a Valencia. En realidad, Andrés estaba loco por escapar. Una vez montó en su bicicleta y recorrió 94 kilómetros por la carretera. Quería llegar al pueblo. Allí estaban las vacas, las ferias, el caballo. Su adolescencia suspendida.

Andrés (a la izquierda) y Crisanto de Frutos, en Madrid, en el mismo sitio en el que se tomó la foto de abajo.R. GUTIÉRREZ
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