Las víctimas de Valentina

Nunca les ha olvidado, pero ahora se acuerda más de ellos. Del único al que conoció, de la que más le impresionó y de todos los demás, rostros grises, fugaces, repetidos en cientos de carteles que empapelaban las estaciones del metro, de Bilbao a Argüelles, de Argüelles a Moncloa. Nunca les ha olvidado, pero ahora se acuerda más de ellos, en los carteles y en las octavillas, las fotocopias pegadas en las farolas con sus nombres debajo de sus caras y sus nombres solos, pintados de negro en las paredes de las facultades. Recuerda los gritos, la rabia, y a aquellos chicos que interrumpían las cla...

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Nunca les ha olvidado, pero ahora se acuerda más de ellos. Del único al que conoció, de la que más le impresionó y de todos los demás, rostros grises, fugaces, repetidos en cientos de carteles que empapelaban las estaciones del metro, de Bilbao a Argüelles, de Argüelles a Moncloa. Nunca les ha olvidado, pero ahora se acuerda más de ellos, en los carteles y en las octavillas, las fotocopias pegadas en las farolas con sus nombres debajo de sus caras y sus nombres solos, pintados de negro en las paredes de las facultades. Recuerda los gritos, la rabia, y a aquellos chicos que interrumpían las clases para anunciar una jornada de lucha que a veces acababa siendo una jornada de luto, y de nuevo de lucha, y otra vez de luto, en una cadena atroz que parecía que no se iba a acabar nunca.

En enero de 1977, Valentina todavía no iba a la universidad. Pero se acuerda de su hermano mayor, sudoroso, desencajado, desafiando a su madre, que tú hoy no sales, Miguel, que no sales, que sí salgo, mamá, que no, que sí, que me voy, que vengas aquí ahora mismo, y el portazo. El del domingo se llamaba Arturo Ruiz, de eso sí se acuerda, porque iba al colegio en metro y leía los carteles igual. El asesino fue un pistolero ultraderechista. La del lunes por la mañana fue una chica, Mari Luz Nájera. Un policía le disparó un bote de humo entre las dos cejas, pero la auténtica causa de su muerte fue una manifestación de protesta por la muerte del día anterior, como la causa de la muerte del día anterior había sido una manifestación de protesta por las muertes de días anteriores. Que tú hoy no sales, Miguel, que no sales, que sí salgo, mamá, que no, que sí, que me voy. A su hermano no le pasó nada, pero aquella misma noche mataron a los abogados de Atocha, cinco más, siete en una ciudad, en sólo dos días, en un país donde una sola muerte ha bastado tradicionalmente para intentar justificar un golpe de Estado que dio lugar a una guerra civil.

En enero de 1977, Valentina no iba a la universidad, pero en 1979, cuatro militantes de extrema derecha le mataron a un compañero alto y rubio. Se llamaba José Luis Alcazo Alcazo, pero nadie le llamaba así, sino Josefo, como al historiador hebreo. Tenía muchos amigos, era de un pueblo de Huesca y se reía de las bromas que hacían con sus apellidos. Por desgracia para los redactores de los telediarios, no militaba en ningún partido. No hacía falta. Le mataron a golpes, con bates de béisbol, por tener pinta de progre, por llevar barba y la camisa por fuera, en el Retiro, una tarde de septiembre. Uno de sus asesinos era sobrino de un célebre almirante de la Armada, y más joven que su víctima.

Valentina lloró mucho aquella muerte. Se sintió muy sola, muy desamparada, muy maltratada por la suerte, y tuvo miedo. Mucho, mucho miedo. Como cuando lo de Yolanda. Valentina no conocía a Yolanda González, pero su muerte la impresionó porque podría haber sido su propia muerte. Las dos tenían más o menos la misma edad, más o menos el mismo aspecto, las dos militaban en organizaciones de izquierdas, y vivían en la misma ciudad, y eran estudiantes. El asesino de Yolanda González obtuvo un permiso penitenciario que habría sido inexplicable si no lo hubiera aprovechado para largarse de España y no volver jamás. Cuando los asesinos de Josefo salieron a la calle, Valentina leyó la noticia en el periódico. Si hubieran cumplido la condena íntegra, no se habría enterado.

Nunca les ha olvidado, sería como olvidar su propia juventud, capítulos enteros de su autobiografía, pero ahora se acuerda más de ellos. El ministro del Interior declaraba que las actuaciones policiales nunca eran crímenes, sino errores. Los locutores de los telediarios llamaban "grupúsculos" a los partidos minoritarios, y pronunciaban con mucho cuidado el adjetivo "revolucionario" para calificar la militancia de las víctimas de los errores sucesivos. Valentina se acuerda, recuerda sus nombres, sus caras, aquellos carteles que se sucedían ante sus ojos muy deprisa, tan deprisa como pasa la historia en España algunas veces. Sólo algunas veces.

Fueron muchos, y no han sido. Eran inocentes, pero convenía hacerlos pasar por culpables. Sus muertes parecían inoportunas, pero no lo fueron para quienes supieron usarlas como amenaza política. No es fácil manipular a los muertos, pero este país ha dado grandes expertos, y para ellos, todos los muertos son útiles. Por eso, aquellas víctimas ya no lo son, y por eso no les recuerda nadie, casi nadie, la gente que les quiso, sus familias, sus amigos, y algunas personas como Valentina, esos ciudadanos incautos, insensibles, irresponsables, que piensan que la paz merece siempre la pena.

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