Entrevista:ILDEFONSO HERNÁNDEZ

La voz crítica de la salud

Médico, investigador y presidente de la Sociedad Española de Epidemiología. Es uno de los científicos volcados en el conocimiento de las enfermedades de transmisión sexual, en especial el sida. Ahora le preocupa prevenir las dolencias de causa social y las amenazas de pandemia.

No por casualidad preside desde hace tres años la Sociedad Española de Epidemiología. Ildefonso Hernández (Mahón, 1956) personifica como pocos el espíritu de la salud pública. El compromiso con lo público y el rigor científico son las divisas de este colectivo al que Ildefonso Hernández representa en estos tiempos de alertas sanitarias y amenazas de pandemia. Alto como un quijote, tímido y de una afabilidad contagiosa, argumenta con la vehemencia de los inconformistas y profesa una radicalidad democrática que le lleva a ser muy crítico con las estructuras y los poderes establecidos. Haber naci...

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No por casualidad preside desde hace tres años la Sociedad Española de Epidemiología. Ildefonso Hernández (Mahón, 1956) personifica como pocos el espíritu de la salud pública. El compromiso con lo público y el rigor científico son las divisas de este colectivo al que Ildefonso Hernández representa en estos tiempos de alertas sanitarias y amenazas de pandemia. Alto como un quijote, tímido y de una afabilidad contagiosa, argumenta con la vehemencia de los inconformistas y profesa una radicalidad democrática que le lleva a ser muy crítico con las estructuras y los poderes establecidos. Haber nacido en una isla como Menorca, lo más parecido al paraíso que queda por estos lares, tiene que dejar huella. Hijo de padre menorquín -empresario de un negocio de bisutería- y de madre "forastera", como llaman en la isla a los venidos de fuera, vivió en Mahón hasta que llegó la hora de ir a la Universidad. Entonces dio el salto a Barcelona. Los pabellones modernistas del hospital de Sant Pau forman parte del paisaje emocional de su vida de estudiante de medicina. En 1981 aterrizó en Sevilla para hacer el MIR de dermatología, pero acabó decantándose por la epidemiología clínica, lo que le llevó primero a Atlanta (EE UU) y luego a la Universidad Libre de Bruselas, donde aprendió la metodología que luego le ha permitido desarrollar una intensa labor de investigación. De vuelta a España, trabajó primero para la Junta de Andalucía y luego en la Comunidad Valenciana.

"En lo laboral vemos que detrás de un dolor de espalda o una crisis de ansiedad, hay muchas veces un contrato basura"
"Si la gripe aviar se convirtiera en una epidemia en humanos, los mayores estragos serían en los países pobres"
"Debería estudiarse el impacto sobre la salud de las medidas laborales, urbanísticas o ambientales que se emprendan"

La mayor parte de su actividad se ha centrado en las enfermedades de transmisión sexual, con particular atención al sida, y ahora realiza estudios de evaluación de los métodos diagnósticos. Se declara especialmente orgulloso de haber fundado y dirigido la escuela de verano de Salud Pública de Mahón, que reúne cada septiembre en la isla de El Lazareto a más de 400 especialistas. Desde 2000 es catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad Miguel Hernández de Alicante y es editor adjunto, con Carlos Álvarez-Dardet, del Journal of Epidemiology and Community Health, una revista del Grupo British Medical Journal editada en inglés.

Casado y padre de dos chicos de 15 y 17 años, el poco tiempo que le deja su activismo profesional lo dedica a leer y a jugar al tenis, y cuando puede, se escapa a Menorca a navegar. Comparte con uno de sus cuatro hermanos lo que él define como "un velero viejo, pero garboso" de ocho metros de eslora: "Salir del puerto de Mahón, apagar el motor y largar velas es lo más hermoso y relajante que se puede hacer", confiesa.

Por cómo se comportan en sus congresos y debates, da la impresión de que los epidemiólogos forman una gran familia. Usted es de los que acaban el congreso y saltan a la pista de baile. He visto mucha alegría y mucho combate en sus filas. ¿Cómo define al colectivo que preside?

Tenemos el orgullo de que nuestra sociedad es una de las más potentes de Europa en número de socios, con una producción científica envidiable y de alta calidad. Creo que compartimos algunas cosas difíciles de describir, pero que tienen que ver con la forma de ser, con la manera de enfocar los problemas. Diría que los epidemiólogos son personas a quienes les gusta mucho participar, que les apasionan los asuntos públicos. Nos consideramos servidores públicos y estamos orgullosos de serlo.

Y no suelen ser de derechas.

Algunos hay, pero, sí, es cierto, la gran mayoría de los epidemiólogos son de izquierdas y muy críticos. Diría que son de izquierdas y, además, acentuadamente críticos con la izquierda.

¿Y eso por qué, por la formación, por el tipo de problemas que manejan?

La formación que recibimos acentúa el espíritu crítico, ciertamente. De hecho, muchos médicos se aproximan a la epidemiología cuando se dan cuenta de que desde la medicina clínica no pueden dar respuesta a muchos problemas de salud. Ése fue también mi caso. Yo hice primero la especialidad de dermatología. Entonces creía que un buen médico tenía que saber lo suficiente para poder solucionar cualquier problema. Y a medida que iba llegando al final de la especialidad, la sensación de inseguridad crecía, y eso me llevó a explorar formas de aprendizaje e investigación con las que pudiera sentirme más cómodo a la hora de tomar decisiones clínicas. Hice la tesis doctoral sobre enfermedades de transmisión sexual y conocí a dos epidemiólogos, Francisco Bolumar y Carlos Álvarez, que me ayudaron a descubrir el mundo de la epidemiología clínica. Entonces llegó el sida y me volqué. Aparte de que el riesgo de epidemia era muy preocupante, desde el punto de vista científico era un reto apasionante porque teníamos ante nosotros un germen que cumplía todos los requisitos para convertirse en el peor de todos.

Visto con perspectiva, ¿no cree que se cometieron muchos errores en la prevención del sida? El virus se extendió a través de los usuarios de drogas que compartían jeringas. ¿No cree que si las autoridades sanitarias hubieran sido más valientes y se hubieran atrevido a aplicar antes políticas de reducción de daños, como dar metadona, se hubieran podido evitar muchas muertes?

Hemos discutido mucho esta cuestión. Es cierto que hay discrepancias en la interpretación, pero en los hechos estamos de acuerdo. Algunos defienden que se hizo todo lo posible para las condiciones externas de aquel momento. Pero yo tengo una insatisfacción permanente. Creo que fracasamos, y cuando digo esto me pongo en primera persona, porque he participado en la elaboración y aplicación de programas de sida en Andalucía y Valencia, y estuve incluso en la primera comisión nacional de sida. Creo que o no tuvimos suficiente coraje o nos faltó la visión y la distancia necesaria para ver lo que ocurría.

Es posible que ustedes reaccionaran algo tarde, pero lo hicieron, y las autoridades sanitarias aún tardaron años en aplicar las medidas que ustedes aconsejaban.

Agradezco la observación, pero aun así debíamos haber encontrado fórmulas para lograr mayor influencia sobre las autoridades. Y ésta es aún una asignatura pendiente. Lo que ocurrió en las cárceles es un buen ejemplo: las autoridades no admitían que hubiera droga, pero nosotros sabíamos que la había y los presos se pinchaban con lo que podían, incluso con bolígrafos, y se contagiaban el sida, la hepatitis, todo. Ante una situación así, ¿qué se debe hacer? A lo mejor tendríamos que sentarnos en la puerta del ministerio, no sé. Pero es muy frustrante ver los problemas y no poder hacer nada. Un debate clásico de la epidemiología es si debemos opinar sobre las implicaciones políticas de nuestros resultados o si nos tenemos que limitar a exponer los hechos. Hay epidemiólogos muy conocidos, como Kenneth J. Rothman, que son partidarios de limitarse a emitir los datos y no extraer consecuencias. Nosotros, en el Journal of Epidemiology and Community Health, pedimos a los autores que expongan explícitamente las implicaciones de política sanitaria que se desprenden de sus investigaciones. En general, tengo la impresión de que nos cuesta mucho hacer llegar nuestras conclusiones al ámbito de la política, y el ejemplo del tabaco es paradigmático: hace décadas que sabemos que el tabaco mata y hasta ahora no hemos adoptado restricciones serias.

¿Por qué se produce un desfase tan acusado?

La epidemiología clásica, muy ligada a la clínica, ha tendido a buscar factores de riesgo individuales, pensando ingenuamente en que, una vez alcanzada la evidencia de que fumar es malo, la gente dejaría de fumar. Pero no es tan sencillo, porque en las conductas de las personas intervienen muchos factores. Y con el tiempo se ha demostrado además que hay factores del entorno que interactúan con las conductas y producen también daños directos. Lo cual nos lleva a la epidemiología social. En el ámbito laboral, por ejemplo, vemos que detrás de un dolor de espalda o una crisis de ansiedad hay muchas veces un contrato basura. Hay una clara relación entre empleo y salud mental, y se ha demostrado que las personas con un empleo precario o temporal tienen incluso peor salud mental que los que están en paro.

Hace poco ha salido un estudio en que dice que tener un jefe arbitrario e injusto también perjudica la salud.

Claro que la perjudica. En nuestra revista hemos publicado ya bastantes trabajos sobre los efectos de las condiciones laborales en la salud. Hay que intervenir individualmente para que la gente adopte estilos de vida más saludables, pero también hay que actuar sobre el entorno social, si es nocivo. Por ejemplo, promoviendo un urbanismo más equilibrado, en que las personas caminen más y tengan lugares de encuentro que faciliten la relación, en lugar de esas ciudades resquebrajadas, en las que hay que coger el coche para todo y en las que una distancia de 100 metros se convierte en cinco kilómetros porque en medio hay una vía rápida imposible de atravesar. Nosotros proponemos que, igual que se hacen estudios de impacto ambiental en las obras públicas, cuando se adopten medidas legales sobre urbanismo, relaciones laborales o cualquier otra materia, se exija un estudio del impacto que tendrán en la salud.

A veces, también las campañas de salud pública tienen efectos adversos. Por ejemplo, las campañas contra la obesidad pueden contribuir a estigmatizar a los gordos, que son vistos como glotones incontrolados, cuando en muchos casos no lo son. ¿Cómo evitarlo?

Geoffrey Rose ya advirtió de que antes de abordar una estrategia que afecte a toda la población hay que estar seguros de que no hace daño. Por ejemplo, en algunas zonas de España con malas carreteras, decirle a la gente que vaya en bicicleta para hacer deporte puede ser un error, porque puede aumentar la tasa de accidentes. Parece que las campañas basadas en dejar de hacer algo son seguras, por ejemplo, dejar de fumar. Pero incluso en estos casos, a la hora de la aplicación individual de una acción sanitaria, deben ponderarse todas las circunstancias.

Últimamente se hace mucho énfasis en modificar las conductas individuales para prevenir enfermedades. ¿No corremos el riesgo de culpabilizar al enfermo de su mala salud, cuando está lejos de controlar todos los factores que inciden en ella?

Estoy absolutamente en contra de culpabilizar a las víctimas. Y también en contra de fundamentar los consejos de salud pública en razones económicas, como cuando se argumenta que hay que reducir la tasa de fumadores porque las personas que fuman enferman y le cuestan mucho dinero al sistema. Para nosotros, las razones de la prevención son de carácter humano y social, y ni siquiera queremos entrar en discusiones económicas, porque la mayoría de las veces se basan en premisas discutibles. En el caso del tabaco, por ejemplo, es falaz defender medidas de prohibición porque ahorren costes sanitarios, porque desde un punto de vista puramente economicista sería preferible el caso del fumador que se muere de un infarto silente el día que se jubila que el del fumador que deja el tabaco a los 50 y vive hasta los 90 años, porque sin duda gastará más. No podemos entrar en consideraciones como ésta.

Pues en Gran Bretaña han entrado, y se ha llegado a plantear la posibilidad de establecer una especie de contrato entre el sistema sanitario y el paciente, de manera que si éste no cumple las recomendaciones del médico, puede perder el derecho a determinadas prestaciones. La idea no prosperó, pero ¿no le parece preocupante que llegara a plantearse?

La culpabilización de la víctima implica afirmar que no hay una responsabilidad social, que toda la responsabilidad la tiene el individuo. En el otro extremo se situarían quienes sostienen que lo social lo condiciona todo y, por tanto, el individuo no tiene ninguna responsabilidad. A quienes defienden que sólo hay que incidir sobre el individuo, por ejemplo, haciéndole suscribir un contrato de ese tipo, habría que preguntarles dónde piensan poner el límite. Porque en el caso del fumador está claro: se le sanciona porque fuma, pero ¿y la responsabilidad del jefe que maltrata a sus empleados, o del empresario que contamina? ¿Habría que negarles también la asistencia sanitaria porque están causando problemas de salud? Es muy fácil ir siempre contra el eslabón más débil.

Siempre me ha llamado la atención cómo evoluciona la percepción del riesgo en las sociedades ricas. En nuestro caso toleramos con toda normalidad los 50.000 muertos que el tabaco provoca cada año, o los 3.500 de los accidentes de tráfico, y en cambio, la posibilidad de una muerte a causa de las vacas locas o de la gripe aviar moviliza todos los resortes. ¿A qué es debido?

En principio, lo que uno percibe como más lejano le parece menos peligroso. Como recuerda Joan Benach en un libro reciente, cada día se mueren en el mundo tantas parturientas como si se estrellaran seis aviones y casi nadie habla de ello. ¿Cómo reaccionaríamos, en cambio, si cada día se estrellaran seis aviones? A veces el riesgo es próximo, pero lo percibimos como lejano. Es el caso de los accidentes de tráfico. Sabemos que el riesgo existe, pero no pensamos que nos vaya a tocar a nosotros. La prueba es que una parte considerable de los muertos no llevaban puesto el cinturón de seguridad. En el caso de la gripe aviar, el riesgo es lejano, pero se percibe como próximo por el impacto mediático que tiene y porque desata el imaginario colectivo de la plaga.

También es cierto que ahora los virus viajan en avión y pueden saltar de un continente a otro en cuestión de horas.

Sí, claro, el tiempo siempre ha sido importante en salud pública, y ahora mucho más. De hecho, la estrategia frente a una posible pandemia de gripe aviar es retrasar lo máximo posible la extensión para dar tiempo de obtener una vacuna. Pero es curioso que se haga mucho énfasis en la amenaza global, cuando una de las cosas que no se dicen es que el impacto de la pandemia sería muy desigual. Repasando la historia de la gripe española de 1918, hay un dato muy curioso: cuando llegó a la India, el índice de mortalidad era mucho más bajo entre los soldados y oficiales británicos que entre los cipayos, es decir, las tropas británicas integradas por indios. Si la gripe aviar se convirtiera en una epidemia en humanos, los mayores estragos los produciría allí donde, a causa de las desigualdades, ya existen muchos problemas de salud, es decir, en eso que llamamos "países arrollados por el desarrollo de otros".

Hay una línea muy delgada entre alerta sanitaria y alarma. ¿Se ha excedido la OMS en sus mensajes sobre la amenaza de la gripe aviar?

En mi opinión, sí. No he tenido interlocutores directos en la organización para saber por qué se han tomado determinadas decisiones. Pero lo que interpreto es que querían forzar una respuesta suficiente de los Gobiernos, porque el problema ya venía de años y la OMS consideraba que algunos Gobiernos no actuaban correctamente. Pero algo ha fallado en la modulación del lenguaje para que aquello que va dirigido a obtener una mejor respuesta de los Gobiernos llegue a los ciudadanos en forma de alarma, y con tanta intensidad como para que la gente acapare medicamentos en todo el mundo.

El problema es que para conseguir que reaccionen un poco los países pobres hay que hacer una alerta global que desencadena una reacción casi histérica en países ricos. Los Gobiernos europeos han reaccionado acaparando grandes cantidades de Tamiflu, un medicamento de dudosa eficacia incluso para la gripe común. ¿No cree que alguien está haciendo un gran negocio a cuenta de la amenaza global?

Sin duda. Personalmente no tengo ninguna información sobre cómo se decidió recomendar la compra de este medicamento, pero en decisiones como ésta creo que es bueno que haya la máxima transparencia. Es muy importante que quienes manejen información sensible, y la relativa a la salud pública lo es, hayan aclarado antes los posibles conflictos de intereses. A mí no me gusta la visión intrigante de la historia, pero tampoco que haya áreas de opacidad que puedan crear dudas al respecto.

Se ha acusado a la OMS de lanzar las alertas para ganar notoriedad y ejercer una influencia que no tiene por otros medios. ¿Cree que ha sido así?

Ésa es una impresión muy general en medios de salud pública. Yo no tengo contactos tan directos en la OMS como para poder responder a esa pregunta. Pero me llama la atención que la OMS no sea tan contundente en otros problemas de salud igualmente graves como la malaria, el sida o la tuberculosis. En todo caso, si lo que se quiere es ganar notoriedad, hay que modular muy bien los mensajes. Porque salimos de una alarma y nos metemos en otra, y siempre estamos en emergencia.

Por la vehemencia con la que se expresa, se nota que disfruta con su profesión.

Mucho. A veces nuestro trabajo tiene mucho de detective. Siempre estamos haciéndonos nuevas preguntas porque las evidencias también son cambiantes. Si ya lo son en la medicina clínica, en epidemiología más, porque contempla muchos más factores.

¿Fue eso lo que le enganchó?

Pues yo ni siquiera quería ser médico. Los antecedentes familiares que tengo son bastante lejanos: un bisabuelo mío fue médico de El Lazareto de Mahón, la isla de la cuarentena, donde atracaban los barcos para ver si había alguna enfermedad contagiosa. Pero ni le conocía ni pensaba en él cuando tomé la decisión. De hecho, me acerqué a la medicina porque me gustaba la biología y todo lo relacionado con ADN, y he acabado en el extremo opuesto, aunque también me encantaba la medicina clínica. Cada vez que se abría la puerta y entraba un enfermo, me sentía muy bien, me gustaba mucho.

Ahora, en cambio, contempla el sistema sanitario desde fuera. ¿Cómo lo ve?

Mal. Creo que se está perdiendo el componente humano. Igual yo soy especialmente crítico, pero me he visto en un servicio de urgencias haciendo de informador de los pacientes, porque nadie les decía qué iba a pasar ni qué tenían que hacer. Echo de menos que cuando uno llega al hospital, alguien te dé la mano, te diga cómo se llama y qué te van a hacer. Vaya por delante mi defensa entusiasta del Servicio Nacional de Salud y mi convicción de que lo hemos de defender a muerte porque es un patrimonio social al que nunca debemos renunciar. Pero con la misma pasión digo que debe mejorar.

Su padre sufrió graves secuelas como consecuencia de una intervención quirúrgica.

Fue una experiencia muy dolorosa. Tenía una artrosis cervical que le producía una leve pérdida de la movilidad de la mano. Su estado general era muy bueno; de hecho, poco antes de la intervención estuvimos buceando juntos. La indicación de operar era correcta porque tenía una estenosis muy clara. Pero a veces, incluso en las decisiones más correctas surgen complicaciones, y él tuvo una que es muy infrecuente. Estuvo a punto de morir. Al final se salvó, pero quedó tetrapléjico. La visión de la vida cambia mucho cuando te ocurre una cosa así. Para una persona que ha trabajado toda su vida por sus hijos y que esperaba disfrutar en la jubilación, es duro que cuando llega ese momento no puedas hacerlo. Pero él tenía mucha fuerza y lo aguantó muy bien. Tenía mucho sentido del humor y lo llevó con una dignidad tremenda, cosa que yo no creo que pudiera soportar.

Bueno, eso no se sabe nunca. Mucha gente se sorprende de la fortaleza que es capaz de encontrar en una situación de adversidad. "Que Dios no me dé todo lo que puedo llegar a soportar", reza un dicho muy popular.

Es posible, porque una cosa es ponerse en situación de…, y otra, estar en esa situación. A nosotros nos marcó mucho. Varios de mis hermanos no quisieron ir a ver la película Mar adentro. Yo sí, y me gustó mucho. En el caso de mi padre, ni a él ni a nadie de mi familia se nos pasó nunca por la cabeza un desenlace como el de Sampedro. A pesar de su situación, mi padre conservaba una gran vitalidad: charlaba con sus amigos, leía, escuchaba música. Disfrutaba de lo que la vida le daba. Era sin duda una persona a imitar.

Hay quien dice que conforme nos vamos haciendo mayores, nos parecemos más a nuestros padres, y también que nos volvemos más conservadores. ¿Cree que hay algo de cierto en estos tópicos?

En mi caso, cada vez soy más radical. Y es cierto que a veces produce un cierto cansancio tener que pelear por cosas que deberían estar resueltas, pero me siento cada vez más comprometido. Creo que la democracia se ha de ganar cada día, y veo que no hay suficiente profundidad democrática en nada, que nadie da cuenta de sus decisiones. Cada vez me irrita más la frecuente falta de respeto a los principios democráticos, la falta de reacción social ante determinadas injusticias, la tolerancia hacia ciertas inercias.

Hay cosas que me entristecen mucho. Por ejemplo, ver que hay periodistas en Colombia que son asesinados por escribir en libertad y aquí hay gente que jamás critica nada, no vaya a ser que al jefe le siente mal. Lo entendería en un becario, en alguien que está en periodo de prueba, pero no en profesores de universidad, en personas que tienen el puesto asegurado y andan pusilánimes para no incomodar a nadie, a los que mandan porque mandan, y a los que no mandan porque algún día pueden mandar.

Una de las cosas que más irritan a muchos de sus compañeros es la dificultad para obtener recursos con los que hacer investigaciones sobre salud pública. ¿Se imagina cuántos estudios se podrían hacer en España con la factura del Prozac que se receta innecesariamente?

No me lo puedo ni imaginar. Pero aparte del coste injustificado y el problema de salud que representa una prescripción inadecuada, el uso excesivo de Prozac puede ser un signo de enfermedad social. Se están produciendo cambios en la sociedad que tienen un fuerte impacto sobre la salud comunitaria. Uno de los amortiguadores que tenían las personas, que era la red familiar, o la red social próxima, está desapareciendo mientras empeoran las condiciones laborales, con la prolongación de la jornada laboral, la competitividad o la precariedad. Poco a poco se están rompiendo los lazos sociales, y eso repercute también sobre la salud. La epidemiología social se ocupa precisamente de eso, de cómo el entorno social interacciona con factores individuales para producir enfermedad.

Las multinacionales se quejan de que el mercado laboral español es muy poco proclive a la movilidad geográfica. Que la movilidad beneficia a las empresas está claro, pero ¿en qué beneficia a los empleados?

Hay ya numerosos trabajos científicos que demuestran que la rotura de los lazos sociales tiene un impacto muy negativo sobre la salud. Yo personalmente lo tengo muy claro: hemos de defender ciertos entramados que hacen que la vida tenga mayor bienestar y mayor felicidad. Hasta ahora hemos hecho mucha epidemiología de la enfermedad y poca epidemiología de la salud. Por ejemplo, debería exigirse legalmente un estudio del impacto sobre la salud de todas las medidas que se quieran aplicar en el ámbito laboral, urbanístico o ambiental. Si Madrid supera determinados niveles de contaminación, el alcalde debería saber qué impacto tendrá sobre la salud de los madrileños el que no tome ninguna decisión al respecto

Con propuestas de este tipo les complican ustedes mucho la vida a los gobernantes. ¿Será por eso que la salud pública es la cenicienta del sistema sanitario?

Les complica la vida, pero también les da instrumentos de mejora si es que quieren cambiar las cosas. Lo que ocurre es que en política es más fácil no hacer que hacer. Por eso, además de reclamar que se hagan estudios del impacto sobre la salud de las acciones que se emprenden, yo añado: y de las omisiones, porque en política es muy fácil a veces quedarse quieto y dejar que pase el tiempo. Ahora mismo estamos reclamando que el Gobierno incluya la epidemiología y la salud pública en la primera lista de Centros de Investigación Biomédica en Red (CIBER), y se resiste. Yo creo que hay que valorar a los políticos por sus acciones, pero también por sus omisiones. Por ejemplo, ¿no se había comprometido el Gobierno a que la ayuda humanitaria alcanzara por fin el 0,7% del PIB? Pues que se cumpla. Es más fácil hablar de la alianza de civilizaciones que concretar los compromisos.

Pero el Gobierno de Zapatero ha adoptado algunas medidas valientes.

Sí, es cierto, ha habido decisiones magníficas, y hay que felicitarle por ello. Pero todavía queda mucho por hacer.

Ildefonso Hernández, médico, investigador y presidente de la Sociedad Española de Epidemiología.La voz crítica de la salud

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