Análisis:EL PAÍS | Novela histórica

El viaje a otras épocas

Las novelas históricas invitan a sus lectores a viajar a un pasado más o menos lejano. Es decir, a un tiempo que no es el actual y cotidiano. Suele tratarse de una excursión atractiva, porque los novelistas acostumbran evocar momentos de vivaz dramatismo y ambientes espectaculares, o, al menos, novedosos e intrigantes. Nos proponen asomarnos al pasado que sirve de marco a una trama con figuras interesantes, bien por su papel histórico o bien por su condición de testigos de una época que aún guarda singular interés para el lector. Unas veces nos presentan a grandes actores de la Historia; otras...

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Las novelas históricas invitan a sus lectores a viajar a un pasado más o menos lejano. Es decir, a un tiempo que no es el actual y cotidiano. Suele tratarse de una excursión atractiva, porque los novelistas acostumbran evocar momentos de vivaz dramatismo y ambientes espectaculares, o, al menos, novedosos e intrigantes. Nos proponen asomarnos al pasado que sirve de marco a una trama con figuras interesantes, bien por su papel histórico o bien por su condición de testigos de una época que aún guarda singular interés para el lector. Unas veces nos presentan a grandes actores de la Historia; otras, a gentes ignoradas por los historiadores que sufren su drama privado enmarcado en una época histórica de fuerte colorido. Todo aficionado al género sabe que hay decorados y ambientes predilectos de muchos autores y que se repiten: el Egipto faraónico, las intrigas de la corte imperial de Roma, la Edad Media con sus misterios y paladines, y el Renacimiento y la Revolución Francesa y la época victoriana dan mucho juego.

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La novela histórica es un género mestizo y ambiguo. Por eso tiene poco prestigio entre los críticos literarios y los historiadores. Pero en su carácter híbrido reside también su atractivo. (Late una curiosa ambigüedad en el género, de mirada bizca: trata de otros tiempos, pero siempre es para acercarlos y contrastarlos con nuestras vivencias). Es una ficción, pero se apoya y encuadra en un contexto histórico. Una buena novela histórica lo es en la medida en que su fantasía, su entramado y su estilo la avalan, pero necesita que la evocación del pasado sea auténtica, y emotiva. La erudición no salva a ninguna novela, pero los anacronismos burdos pueden hundirla. El novelista no rivaliza con el historiador, pues no pretende darnos la verdad escueta, sino que construye o inventa su "historia" atento a lo verosímil. Es más frívolo, y goza de una libertad de invención que el cronista tiene limitada a sus datos. Quiere divertir y seducir, no levantar actas.

El historiador estudia y explica los sucesos de importancia colectiva, es notario de los hechos memorables, grandes personajes públicos, resonantes batallas y vaivenes políticos, según sus documentos fiables. En las novelas, en cambio, se cuentan los aspectos más humanos, la vida y las pasiones, el drama de los individuos sumergidos en la vorágine y sus destinos patéticos. El novelista rememora las peripecias de gentes sin rango histórico, e incluso puede prestar la palabra a los vencidos y silenciados, y enfocar el relato a través de un personaje, y rescribir falsas memorias, tan frecuentes.

Desde Walter Scott la novela histórica es un género popular, practicado en ocasiones por grandes escritores (Tolstói, Flaubert, Galdós, T. Mann, etcétera) y de modo tenaz por expertos en su trucos (H. Sinkiewicz, M. Waltari, R. Graves, etcétera). Conserva, a través de su desarrollo, y pese a la avalancha de muchos textos muy mediocres, todos sus encantos. El lector logra asomarse al pasado en sus momentos estelares, escuchar las voces más o menos fingidas de los antiguos, aprender furtivamente algo de historia, y evadirse del presente, como es urgente y saludable en una época tan unidimensional.

La versión televisiva de Yo, Claudio, de Robert Graves, es digna de la espléndida novela original.
Imagen de Sinuhé, el egipcio, sobre la obra de Waltari.
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