ADIÓS A UNA GRAN VOZ DE LA LÍRICA

La voz del alma

Estaba sentada en un rincón de la estación de Atocha, rodeada de maletas. La Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid la había hecho socia de honor, o medalla de oro, o algo por el estilo, y había un encuentro público, con socios y aficionados, antes en una cena de homenaje. Cuando me encargaron coordinar el coloquio le pregunté a Victoria de los Ángeles con quién quería estar acompañada en la mesa. Ella me contestó que le gustaría compartir ese día tan especial con Enrique Franco y Antonio Fernández-Cid, los críticos musicales de EL PAÍS y Abc. Pero con los dos juntos. Trataba, claro...

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Estaba sentada en un rincón de la estación de Atocha, rodeada de maletas. La Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid la había hecho socia de honor, o medalla de oro, o algo por el estilo, y había un encuentro público, con socios y aficionados, antes en una cena de homenaje. Cuando me encargaron coordinar el coloquio le pregunté a Victoria de los Ángeles con quién quería estar acompañada en la mesa. Ella me contestó que le gustaría compartir ese día tan especial con Enrique Franco y Antonio Fernández-Cid, los críticos musicales de EL PAÍS y Abc. Pero con los dos juntos. Trataba, claro, de acortar distancias y rivalidades. Los dos aceptaron (era la cantante más admirada por ambos) y ella se sentía feliz (Enrique Franco: qué duro golpe, perder en 48 horas a su esposa y a su cantante más querida). Lo primero que me dijo Victoria fue: "No sabes lo contenta que estoy hoy sabiendo que Enrique y Antonio van a estar conmigo juntos. Les quiero tanto a los dos...". Así era Victoria de los Ángeles. Tuvo una vida salpicada de dificultades y desgracias, sufrió mucho, muchísimo. Pero siempre tendía a su alrededor una mano de conciliación, de amistad. Buscaba siempre la felicidad de los demás.

La voz más espiritual, más íntima, más profunda y más estremecedora del último siglo
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Victoria de los Ángeles era una cantante totalmente distinta al resto. Tenía una alegría de vivir desbordante. Conservaba siempre un aire juvenil de ilusión, como si no la abandonase en ningún momento la guitarra de sus años juveniles. Era culta, con una cultura que no se limitaba al mundo musical, sino que abarcaba todas las artes. Era abierta, sencilla, espontánea, de una vitalidad contagiosa. Un ejemplo de humanismo contemporáneo desde la música.

La muerte era inevitable, pero ello no impide una sensación de absoluta desolación. El mundo del canto se queda huérfano ante la pérdida de la voz más espiritual, más íntima, más profunda y más estremecedora del último siglo. No exagero, queridos lectores. La "voz de Francia", decían los franceses, y no era para menos, pues Victoria fue la quintaesencia de la canción del país vecino. Qué dicción, qué fraseo, qué intencionalidad melódica. Aquella Manon insuperable, aquella Mélisande con la que se despidió de la ópera en el teatro de la Zarzuela de Madrid, en unas representaciones que jamás olvidaremos los privilegiados que asistimos. La "voz de España", deberíamos reivindicar los españoles, porque nadie, absolutamente nadie, ha cantado el repertorio español con la hondura, la elegancia y la hermosura con que lo hacía Victoria. Su Falla, su Granados, su Toldrá, su Montsalvatge: qué sacudida emocional ante su canto cristalino salido de lo más recóndito del alma. Victoria no es solamente la quintaesencia del canto francés, sino también del español.

La musicalidad inigualable de Victoria de los Ángeles se extiende a sus Puccini (maravillosa su bohème) y su Wagner (dos veces en el templo sagrado de Bayreuth con Tannhäuser). Ha cantado en todos los teatros más importantes del planeta. Victoria de los Ángeles ha convertido en oro todo lo que ha tocado. Su pérdida es inmensa. No hay consolación posible. El canto mundial está de luto. Solamente nos queda una gratitud inmensa ante su generosidad, su sentido humano, su melodismo fresco y dulce, su sinceridad. Era la verdad del canto en estado puro. Qué dolor su ausencia.

El Rey entrega a Victoria de los Ángeles el premio Pau Casals en Barcelona, 1992.EFE
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