Tribuna:

El cadete

Vargas Llosa fue un perro más. Y justo por eso logró cultivar su talento literario en el Leoncio Prado. Destacar era correr demasiados riesgos en ese reino militar gobernado por el más fuerte. Cuando entró al colegio en 1950 le decían el cadete Varguitas. Dicen quienes lo conocieron en el Colegio Militar que él nunca fue brutal como el Jaguar, pero tampoco se dejó manipular como el Esclavo. Se parecía más al Poeta. Así como su personaje de ficción, él también fue un Cyrano a sueldo: escribía cartas de amor a pedido de sus compañeros quienes las compraban. Lo mismo ocurría con los relatos eróti...

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Vargas Llosa fue un perro más. Y justo por eso logró cultivar su talento literario en el Leoncio Prado. Destacar era correr demasiados riesgos en ese reino militar gobernado por el más fuerte. Cuando entró al colegio en 1950 le decían el cadete Varguitas. Dicen quienes lo conocieron en el Colegio Militar que él nunca fue brutal como el Jaguar, pero tampoco se dejó manipular como el Esclavo. Se parecía más al Poeta. Así como su personaje de ficción, él también fue un Cyrano a sueldo: escribía cartas de amor a pedido de sus compañeros quienes las compraban. Lo mismo ocurría con los relatos eróticos que escribía y que tuvieron siempre el mismo éxito en el mercado escolar. Quizá pocos lo sepan pero fue en el Colegio Militar que nacería el escritor. El encierro del internado lo recluyó en los libros: la ficción lo liberaba de estar y lo dejaba ser. Sus compañeros, cadetes de la séptima promoción, que aún mantienen vivo su recuerdo, dicen que el escritor destacaba por pasar inadvertido. Pertenecía a una categoría intermedia, al escalafón de los anónimos, una ubicación ignorada en la jerarquía liderada por los más buscapleitos de su sección. La memoria colectiva de sus compañeros -ahora señores de cabezas grises- lo dibuja como un adolescente apacible, sin sobresaltos ni estridencias, aparentemente ajeno a las fechorías perpetradas por los demás cadetes quinceañeros.

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Ni líder ni secuaz, amigable, pero sin exceso, un adolescente apacible que daba la impresión de ser tímido, aunque aquello haya sido una coartada para protegerse de los posibles peligros. Tranquilo y normal son adjetivos que se repiten para un borroso retrato del artista adolescente. Nada que permitiera profetizar al gran escritor.

Hace dos años me propuse hacer un perfil sobre él pero de una época de la cual nada se sabía: sus años de cadete en el Leoncio Prado. Como me diría el propio Vargas Llosa tiempo después, esa experiencia fue tan importante en su vida que se convirtió en el primer pretexto literario para escribir una de sus novelas capitales. Salvo algunos apuntes que el propio escritor había hecho en sus memorias poco era lo que se sabía del cadete Vargas Llosa. Mi curiosidad nació como pudo haber nacido en cualquiera que ha leído La ciudad y los perros y sabe que el Colegio Militar existe de verdad en Lima. Al leer las páginas de esa novela muchas preguntas sobre la biografía del escritor se me venían a la mente, y era inevitable imaginar al propio escritor como un probable personaje de esa historia.

Desde las primeras páginas de La ciudad y los perros tuve la necesidad de ir pronto a visitar el Colegio Militar y de conocer a los cadetes que habían convivido con el escritor. No sabía si los ubicaría, o si les iba a interesar hacer el ejercicio de la memoria para poder así resucitar el pasado de ese cadete anónimo que fue Vargas Llosa. Pensaba que reconstruir aquella historia, comenzando por volver al Leoncio Prado, sería como meterme tras el telón de una ficción. Un día no aguanté más y fui al Colegio Militar. La primera vez que entré tuve la sensación de que entraba a la enorme locación donde se había rodado una novela. Recuerdo que lo primero que hice fue empezar a buscar cada uno de los lugares que Vargas Llosa había descrito, como si tuvieran que existir en serio. La pista de desfile, la Siberia, los pabellones, el comedor, la piscina, el edificio administrativo, el busto de Leoncio Prado, todo estaba allí, sumergido en la misma atmósfera fría, silenciosa, y desoladora que había leído en la novela. Entonces los parecidos alimentaron mi curiosidad por descubrir qué era realidad y qué era ficción. Me embargaba la duda y me preguntaba ¿Pasó de verdad lo qué pasó?

Entonces no sabía que jugar a descubrir qué es realidad y qué es ficción en esa novela sigue siendo un deporte corriente entre los ex cadetes del Leoncio Prado. Varios de los ex compañeros del escritor siguen buscándose entre los párrafos de La ciudad y los perros, y, en algunos casos, testimonian haberse encontrado como si la novela se tratara de un relato fiel con nombres cambiados. No son pocos los sobrevivientes de esa época que han confesado sentirse Jaguares, Poetas, Boas, Cavas y hasta Esclavos. Dicen, en voz baja, yo era tal o yo me parecía a cual. Y otros, que no se reconocen en la novela, creen saber quiénes de sus compañeros eran los personajes. Así fue como descubrí tiempo después que el Jaguar y el Esclavo habían sido personajes inspirados en personas de carne y hueso con nombre y apellido. El Jaguar murió a mediados de los años setenta mientras que el Esclavo de la vida real vive aún en Houston. Suena increíble pero éste es sólo un mínimo detalle de no-ficción de varios que descubrí tras esa ficción íntima y tan sorprendentemente verdadera que es La ciudad y los perros. La historia del cadete Vargas Llosa no sólo es un ejercicio de voyeurismo literario, es también la historia de cómo un reportero ubica y habla con más de treinta ex cadetes que conocieron al novelista, se interna con ellos en el Leoncio Prado cincuenta años después, viaja kilómetros en busca de Vargas Llosa para indagar en sus recuerdos, descubre qué es realidad y qué es ficción, y revela cómo un anónimo joven se convierte en uno de los novelistas más importantes del mundo.

Sergio Vilela Galván es periodista y escritor

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