Columna

Máquina o recuerdo

El drago empezó en Madrid. Estábamos a finales de los años ochenta y cada noche iba a la calle Princesa para encontrarme con Rafael Alberti. El maestro había descubierto hacía poco su último mito, el árbol milenario que vive junto al mar en Tenerife, en la ciudad de Icod de los Vinos, y estaba obsesionado con la belleza de ese ser extraordinario de veinte metros de altura, con aspecto de dinosaurio vegetal y al que las leyendas atribuyen todo tipo de poderes, entre los cuales está el de alargar la vida: quien bebe la sabia roja del drago, cura sus enfermedades y alarga su tiempo sobre la tierr...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El drago empezó en Madrid. Estábamos a finales de los años ochenta y cada noche iba a la calle Princesa para encontrarme con Rafael Alberti. El maestro había descubierto hacía poco su último mito, el árbol milenario que vive junto al mar en Tenerife, en la ciudad de Icod de los Vinos, y estaba obsesionado con la belleza de ese ser extraordinario de veinte metros de altura, con aspecto de dinosaurio vegetal y al que las leyendas atribuyen todo tipo de poderes, entre los cuales está el de alargar la vida: quien bebe la sabia roja del drago, cura sus enfermedades y alarga su tiempo sobre la tierra. Quizá eso no sea verdad, pero Alberti, siempre dispuesto a confiar en la poesía de las cosas, estaba empeñado en beber ese líquido mágico para vivir, como siempre aseguró que haría, hasta el año 2015. Rafael no pudo beber la sangre del drago de Icod, pero sí fue capaz de absorber con los ojos parte de su belleza y escribió su penúltimo libro inspirándose en su amado árbol: Los hijos del drago y otros poemas. Sentados en nuestro restaurante favorito de la plaza de España, mi maestro me prometió muchas veces que un día me traería a Tenerife y que veríamos juntos el drago.

Ahora, he venido yo solo a la isla para celebrar el centenario de mi amigo y aquí, conduciendo por carreteras que ascienden hasta tal punto por las montañas que al final se meten dentro de las nubes, paseando por los lunares suelos volcánicos que se extienden al pie del Teide y sintiendo un nudo en la garganta mientras miraba el impresionante drago, he pensado en dos de las cosas que más importaban a Alberti: la memoria y la naturaleza.

Cuando vuelva mañana a Madrid, la naturaleza será más difícil de encontrar, no serán posibles los árboles milenarios, ni los ríos de lava seca, ni los penachos de humo saliendo por el cráter de un volcán. La gente de Icod mira al drago cuando quiere adivinar el futuro, porque de algún modo el drago gobierna las mareas, los vientos y el clima: si las flores rojas de su copa se abren de determinada forma, nevará sobre el Teide; si sus hojas parecidas a cuchillos hacen un sonido concreto, habrá lluvia esa noche, o el viento soplará en una dirección determinada. La gente de Icod jura que todo eso es verdad. Cuando vuelva a Madrid, encontraré otras cosas para saber lo mismo, tendré a mi disposición termómetros para medir la temperatura, satélites para alertarme del tiempo que hará el domingo, observatorios astronómicos para decirme en qué está pensando el cielo. Me gustaría tener en mi calle un árbol que me dijera todas esas cosas, pero eso no es posible.

En el mundo de hoy, casi todo ha sido suplantado por las máquinas. Si se fijan, uno va por Madrid, entra en comercios, hoteles, gasolineras o restaurantes modernos y las máquinas ya lo van haciendo todo: hay grifos que se abren cuando pones las manos debajo y máquinas que se ponen en marcha por su cuenta para secarte esas mismas manos; hay ascensores que te hablan, puertas que te dan las gracias por tu visita cuando sales de una tienda, coches que te avisan cuando has dejado la luz encendida, pequeñas grabadoras que te recuerdan dónde has aparcado el coche, calculadoras que pasan las pesetas a euros y agendas electrónicas que no te permiten olvidar una reunión o una cita. Para terminar, en los teléfonos hay agendas incorporadas que hacen innecesario recordar un número de teléfono: escribes Teresa y sale tu mujer; escribes Almudena, Luis o Ángel y se marca automáticamente el número de tus amigos. La memoria es ya innecesaria, se le han buscado suplentes y tiene sucedáneos que hacen su trabajo. En Tenerife, me he acordado mucho de Rafael Alberti, de lo que le gustaba huir de Madrid para ir a la sierra, pasear por los pinares de Navacerrada, por las calles de San Rafael o por el alto del León, como él lo llamaba. Creo que hoy, cuando las máquinas se ocupan de nuestra memoria y hasta parece que nuestros recuerdos ya están menos en nosotros que en ellas -recuerdos filmados, fotografiados, grabados-, es más necesario que nunca hacer eso, escapar de la ciudad, buscar en la naturaleza indicios o contestaciones. Cuando he visto el drago, he sentido que Rafael Alberti estaba allí, que ese ser milenario era capaz de representarlo con una nitidez casi dolorosa.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En