Tribuna

La búsqueda de lo esencial

A mediados del pasado mes de diciembre, José Ortega Spottorno me envió una copia mecanografiada de Los Ortega, cuya redacción acababa de dar por concluida tras varios años de continuado trabajo. Quería que la leyera, que me asegurara de que no había repeticiones enojosas de citas o de detalles, que comprobara si el hilo conductor de las múltiples historias que se suceden y se entrecruzan en Los Ortega no se enredaba en ningún momento; en fin, que le proporcionara una visión de conjunto que sólo puede hacer un lector atento o bien el propio autor cuando dispone del tiempo suficien...

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A mediados del pasado mes de diciembre, José Ortega Spottorno me envió una copia mecanografiada de Los Ortega, cuya redacción acababa de dar por concluida tras varios años de continuado trabajo. Quería que la leyera, que me asegurara de que no había repeticiones enojosas de citas o de detalles, que comprobara si el hilo conductor de las múltiples historias que se suceden y se entrecruzan en Los Ortega no se enredaba en ningún momento; en fin, que le proporcionara una visión de conjunto que sólo puede hacer un lector atento o bien el propio autor cuando dispone del tiempo suficiente como para poder contemplar su obra con cierta distancia, una vez terminada; pero él ya no disponía de ese tiempo, y lo sabía.

Me encontré con un voluminoso texto que en folios pasaba de los ochocientos. Hacía tiempo que él andaba preocupado por la excesiva extensión que, desde su punto de vista, iba adquiriendo el manuscrito. Aunque escritor, no había abandonado la mirada de editor que le acompañó siempre, y prefería que los libros no fueran desmesurados. A primeros de noviembre ya tenía hecho un cálculo aproximado de lo que ocuparía impreso lo que ya estaba escrito y lo que aún le quedaba por redactar. Hablamos de ello y me dijo que pensaba restringir a lo esencial la última parte; pero comprendí que los motivos editoriales que esgrimía no eran los únicos, que se había impuesto como absoluta prioridad ver su obra terminada, y cada vez estaba más agotado.

La lectura del primer tercio de Los Ortega pone al lector no sólo ante la historia de los Ortega del XIX, sino con la historia misma de la España de ese tiempo, a la que la familia estuvo siempre inextricablemente unida. Y, a medida que avanza en sus páginas, el lector comprende que todas las generaciones de las que José tiene memoria se ocuparon ante todo de su circunstancia, de salvar su circunstancia, como si en ello les fuera la vida, como si en ello les fuera el salvarse ellos mismos. Ortega y Gasset nació y creció en un ambiente familiar en que resultaba natural implicarse en la vida pública de una España convulsa y en permanente necesidad de la cooperación de sus mejores hombres. En 1914 escribe en su primera obra, Meditaciones del Quijote: 'Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo'; y si algo pone de manifiesto el recorrido de Ortega Spottorno por la historia de su familia es que éste podía haber sido el lema de todas sus generaciones. José no fue una excepción.

Dos tercios ocupa el relato de la vida y la circunstancia de José Ortega y Gasset, el padre. En un ejercicio prodigioso de composición, Ortega Spottorno combina en la narración la dimensión diacrónica con las líneas de fuerza de los amigos de su padre, numerosos y grandes, merecedores casi todos de un libro para cada uno de ellos. Juntos compusieron un mosaico magnífico de la España de la primera mitad del siglo XX.

Personalmente hubiera querido encontrar mayor presencia de lo cotidiano, del testimonio subjetivo del hijo al describir la vida de su padre, pero José prefirió narrar con la mayor objetividad posible, evitando los juicios de valor y las apreciaciones personales. De ahí que no estemos ante una obra de recuerdos de un hijo sin más, sino ante un documentadísimo trabajo que, sin pretensiones académicas, deberá ser tenido en cuenta más allá de lo meramente biográfico.

José siempre encontró motivo de reflexión tanto en la idea de generación de su padre como en la convicción de que su propia vida había sufrido cambios esenciales a ritmo de década. Hace diez años por esta época apareció publicada su Historia probable de los Spottorno, y ya entonces andaba dando vueltas al proyecto de escribir Los Ortega. En realidad siempre creí que la Historia probable había sido concebida como ensayo general de la otra, tarea que deseaba acometer aún más ardientemente, pero que a la vez le producía un profundo temor, porque sabía que era más arriesgada y más compleja, y que tenía que vérselas con el formidable personaje de su padre en sus múltiples facetas públicas y privadas; y temía que no le llegara el tiempo para terminar tamaña tarea. No son suposiciones, porque hablaba de ello con discreción, pero con naturalidad y perfecta lucidez.

El escritor concluyó la obra; el editor no la vio publicada. Ésa es la amargura que intensifica el dolor por la pérdida del amigo que siempre buscó llegar hasta el final en sus empresas vitales.

Con motivo del centenario del nacimiento de su padre, Ortega Spottorno recordó unas palabras que Ortega y Gasset había escrito en su artículo juvenil Sobre los muertos, los deberes y los ideales. Son las únicas que ahora pueden consolarme:

'No reduzcáis los muertos a las obras que dejaron. Esto es impío. Recojamos lo que aún queda de ellos en el aire y revivamos sus virtudes'.

Ana Esther Velázquez es catedrática de Filosofía del Instituto Bernaldo de Quirós de Mieres (Asturias).

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