Columna

Una satisfactoria redundancia

Durante muchos años, el Premio de la Crítica no podía concederse a autores que ya lo hubieran obtenido anteriormente. Los absurdos y desmanes a que esta norma dio lugar movieron a su rectificación, hace apenas tres años. Pero ha bastado este tiempo para poner de manifiesto el riesgo que con ella se quería evitar. El año pasado el galardón recayó sobre La ruina del cielo, de Luis Mateo Díez, autor que ya lo obtuviera quince años atrás, con La fuente de la edad (1986). Y, para mayor regodeo, este año el premio ha recaído sobre Juan Marsé, que no solo lo ganó ya en el pasado, sino ...

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Durante muchos años, el Premio de la Crítica no podía concederse a autores que ya lo hubieran obtenido anteriormente. Los absurdos y desmanes a que esta norma dio lugar movieron a su rectificación, hace apenas tres años. Pero ha bastado este tiempo para poner de manifiesto el riesgo que con ella se quería evitar. El año pasado el galardón recayó sobre La ruina del cielo, de Luis Mateo Díez, autor que ya lo obtuviera quince años atrás, con La fuente de la edad (1986). Y, para mayor regodeo, este año el premio ha recaído sobre Juan Marsé, que no solo lo ganó ya en el pasado, sino que lo obtuvo con su novela inmediatamente anterior, El embrujo de Shangai (1993). A este paso, el Premio de la Crítica (y lo mismo cabe decir del Premio Nacional) puede acabar convirténdose en una quiniela de muy pocas variantes. Sería difícil que ocurriera de otro modo: al fin y al cabo, si se procede con buen criterio, no son más de una docena de autores, en su mayor parte ya muy conocidos y estimados, quienes cuentan con mayores probabilidades de escribir el mejor libro publicado dentro del año en cuestión.

Así las cosas, es causa de alegría, pero no de sorpresa, que Marsé haya obtenido el Premio de la Crítica por segunda vez. Y ni siquiera la alegría puede ser esta vez muy grande, dado que el premio, como todo el mundo sabe, no tiene dotación económica, y el estado de la crítica en este país no es tal que permita a nadie enorgullecerse demasiado con sus distinciones, ya sean buenas o malas. Pero en fin, a nadie le amarga un dulce, como aquel que dice. Aunque en este caso parece que sí, que puede amargarlo el hecho de que un dulce de la misma bandeja haya caído en manos de un escritor como Baltasar Porcel, por quien Juan Marsé profesa una manía contagiosa, decididamente contagiosa, que ha dado lugar a algunas páginas memorables por lo muy divertidas.

En cualquier caso, el que Marsé haya obtenido este año el Premio de la Crítica produce una extraña sensación de redundancia, no solo adjudicable a la circunstancia de que el premio se le haya concedido por segunda vez consecutiva. No. Se trata de algo más. De algo que tiene que ver con la formidable coherencia de su trayectoria literaria. Algo que, cuando se distingue a cualquiera de sus obras, mueve a pensar, por puro reflejo, que se está distinguiendo a toda su obra narrativa.

Una obra narrativa que discurre obsesivamente en los mismos escenarios (la misma ciudad, el mismo barrio, las mismas calles), y que cuenta siempre con el mismo puñado de héroes y de heroínas. Pero donde, en la escenificación incesante de unos mismos sueños, ha ido produciéndose, de un libro a otro, una revelación atroz, que destaca con claridad cada vez más desnuda: la de que no fueron los adultos quienes corrompieron los sueños de la infancia con que Marsé ha construido su obra entera, sino que esos sueños nacieron ya corrompidos en la imaginación de unos niños obligados a crecer en un mundo privado de toda inocencia. Es esta revelación la que explica (como se ha dicho ya otras veces pero no importa repetir: ocasiones como esta solo sirven para insistir sobre unos pocos lugares comunes) la fascinante operación de mitificación y desmitificcación sucesivas a que se asiste en la obra de Marsé, donde las últimas novelas narran, en clave de parodia y de elegía, la ruina de las diosas y de los héroes que poblaron las primeras.

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