Tribuna:

El error de los catalanes

¿Para qué nos han servido estos dos decenios de autonomía? La elección a la Generalitat del domingo debería utilizarse para examinar si el rumbo seguido fue el adecuado, y si hubo o hay todavía mejor estela posible.Contra la autosatisfacción oficial -el lamentable cofoisme- y frente a la habitual actitud de mirar hacia otro lado que en asuntos sustanciales practica buena parte de la oposición, algún día deberíamos analizar y confesar en voz alta los errores cometidos.

Desde la transición democrática, Cataluña, bajo la hegemonía del nacionalismo moderado, pero con la complicidad activa o...

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¿Para qué nos han servido estos dos decenios de autonomía? La elección a la Generalitat del domingo debería utilizarse para examinar si el rumbo seguido fue el adecuado, y si hubo o hay todavía mejor estela posible.Contra la autosatisfacción oficial -el lamentable cofoisme- y frente a la habitual actitud de mirar hacia otro lado que en asuntos sustanciales practica buena parte de la oposición, algún día deberíamos analizar y confesar en voz alta los errores cometidos.

Desde la transición democrática, Cataluña, bajo la hegemonía del nacionalismo moderado, pero con la complicidad activa o pasiva de todas las demás fuerzas políticas, y ante la inanidad de las clases intelectuales, ha escogido una opción fundamental probablemente equivocada. La de construir una organización política propia de carácter generalista, competencias omnicomprensivas y modelo centralizado propia del siglo XIX. El error de los catalanes ha sido copiar, a finales del siglo XX, un esquema periclitado mucho antes, en vez de innovar en su certera apuesta por el autogobierno.

Se trataba de pergeñar un Estado en pequeño, una especie de quiosco en el que se encuentra un poquito de todo, sus departamentos a guisa de ministerios, sus consejeros a título de ministros, sus competencias en todos los ámbitos incluidos los más exóticos, sus pellizcos protocolarios y sus rivalidades burocráticas, soldado todo ello por la nostalgia historicista. Migajas de cada cosa o infinitud de naderías, porque el diseño de la Generalitat contemporánea ha sido casi completamente ajeno a las influencias que la mundialización económica, el proceso de privatizaciones, la dinámica supraestatal europea, la creciente descentralización o la necesaria competitividad de las administraciones han ejercido durante estos dos decenios sobre prácticamente todas las organizaciones sociales.

A lo mejor este modelo arroja dividendos electorales para sus impulsores, acrecienta la autoestima de sus usuarios ante la apariencia general de contar, ¡por fin!, con un aparato estatal propio / exclusivo y consolida el modelo autonómico al establecer una Administración pequeña, sí, pero capilarmente infiltrada en todos los ámbitos de la vida. Quizá no sean logros desdeñables. Pero quienes los administran conocen de su fragilidad hasta el punto de que se ven obligados a enmascararla envolviéndola en el celofán de un concepto grandilocuente que defina la nueva frontera de las aspiraciones nacionales, la soberanía compartida.

Esta simpática patraña es doblemente engañosa, porque a estas alturas de milenio todo poder es necesariamente compartido, especialmente el poder democrático, lo que reduce la consigna soberanista a la categoría de insulsa obviedad. Pero sobre todo porque la unión monetaria europea está llevando al baúl de los recuerdos el concepto originario de soberanía nacional: si los rasgos competenciales definitorios de ésta eran cuatro (aduanas, moneda, diplomacia, Ejército), ya sólo quedan vigentes dos (los dos últimos), y aún en proceso de vaciado o de fusión por absorción, con la nueva figura de mister PESC (Política Exterior y de Seguridad Común) y el incipiente esbozo de lo que un día será una política común de Defensa. De modo que las apelaciones soberanistas -más o menos compartidas-, o nada añaden como perspectiva política, o son un linimento ucrónico para desconsolados que se equivocaron de siglo.

Sin embargo, el modelo miniestatista catalán exhibe una virtud interesante, sobre todo por comparación con otros más rústicos. Es completamente pacífico, como corresponde a un pueblo escasamente belicista, es decir, de no-agresores como los checos; líbrenos Dios de las viriles sociedades valientes, esas que prohíjan todas las guerras. Arroja otra ventaja: ha logrado consolidar un poder político propio, completando así el empuje económico de una sociedad con su impulso político. Pero ¿acaso con otro modelo de Generalitat no se habría logrado también?

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Otro modelo enteramente nuevo -o que sirviera de correctivo al actualmente imperante- debería basarse en una idea básica cuya validez ha sido demostrada en el viaje de retorno al liberalismo económico más o menos atemperado por la socialdemocracia: cualquier administración pública debe regirse también por similares criterios de eficiencia -no sólo de eficacia- a los que imperan en las empresas u organizaciones privadas de éxito.

Eso significa, entre otras cosas, incorporar al diseño de los mecanismos administrativos -no a su finalidad colectiva, pública y política- principios económicos y de gestión como el de la excelencia, la productividad y la competitividad, la dirección por objetivos y no según el agotamiento del presupuesto, la explotación de las ventajas comparativas, la especialización productiva, la división del trabajo y el análisis -ante cada opción- de su coste de oportunidad.

La aplicación de este modelo al caso catalán exigiría rectificaciones de mucho calado. Primero en la definición de lo que sea ser catalán, los catalanes o la propia Cataluña. Es práctico -y también gozosamente laico- olvidarse del esencialismo historicista -aunque

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