Tribuna:EL DEBATE DE LA POLÍTICA ECONÓMICA

El último presupuesto de Rato

El autor afirma que la herencia del ministro de Economía deja grandes desigualdades en la distribución de la renta, y le acusa de ser cicatero con unos y dadivoso con otros

Pase lo que pase, es plausible que estos Presupuestos Generales del Estado para el 2000 (PGE00) sean los últimos de Rodrigo Rato. Son, eso sí, los últimos de la legislatura en curso, pero puede que sean también los últimos que el ministro de Economía Rato lleva al Congreso. Son estos, por tanto, los mejores momentos para hacer un primer balance de la herencia que Rato deja en la economía española.Lo primero que hay que considerar es el entorno en el que el PP llegó al poder en 1996. Difícilmente se volverá a repetir una coyuntura como la que se encontró la derecha española en su regreso al Gob...

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Pase lo que pase, es plausible que estos Presupuestos Generales del Estado para el 2000 (PGE00) sean los últimos de Rodrigo Rato. Son, eso sí, los últimos de la legislatura en curso, pero puede que sean también los últimos que el ministro de Economía Rato lleva al Congreso. Son estos, por tanto, los mejores momentos para hacer un primer balance de la herencia que Rato deja en la economía española.Lo primero que hay que considerar es el entorno en el que el PP llegó al poder en 1996. Difícilmente se volverá a repetir una coyuntura como la que se encontró la derecha española en su regreso al Gobierno. Tanto es así, que no se conoce un sólo país europeo que no haya vivido circunstancias exactamente iguales a las que beneficiaron a la economía española. Dicho en otros términos: todo país que quiso estar en el euro, estuvo y está. No hay excepciones. Y lo que es más importante: en 1995 ninguno de los que aspiraban a converger cumplía las condiciones del Tratado; ni la virtuosa Alemania. Rato, en tales condiciones, condujo el aparato económico español con piloto automático y con viento de cola.

Las razones de todo ello son bien conocidas. De un lado, la fase alcista del ciclo económico permitió a Rato subirse a su grupa y galopar; de otro, se benefició de una burbuja bursátil para vender todo el patrimonio empresarial público acumulado por los españoles a lo largo de la historia reciente. Lo primero, como es lógico, facilitó enormemente las cosas porque es bien distinto gobernar en la fase alcista que hacerlo en la desaceleración. De Rato deberíamos resaltar, sobre todo, que hizo política económica en el momento más propicio que se recuerda en todas (todas sin excepción) las economías occidentales. Lo segundo, las privatizaciones le permitieron aliviar la política presupuestaria con la vista gorda de la UE (¡Buena estaba Alemania para exigir a nadie el estricto cumplimiento de los criterios contables del Sistema Europeo de Cuentas!). Así las cosas, es natural que el empleo no agrario se haya incrementado en los once últimos trimestres (1996:3 a 1999:2) en más un millón de efectivos, que con toda seguridad se acrecentarán hasta que el ciclo flexione a la baja. Pero nada de eso es extraordinario y mucho menos insólito. En idénticas condiciones cíclicas, en los once trimestres que van de 1985:3 hasta 1988:1, esa misma variable creció a su vez, en términos absolutos, por encima del millón de personas. Y completamente natural, por otra parte, resulta que se alcancen tasas de paro del 15%, porque a esa cifra ya se llegó en 1990. Ésta es la pequeña historia del empleo, pero ¿qué ocurrirá cuando se agote el vigor presente? Pues que con una tasa de temporalidad varada en el 33% no hay demasiadas razones para el optimismo. Pero, entonces, cuando eso ocurra, Rato ya no será el responsable de la política económica española. Por otra parte está el sector exterior. Pocas cosas han cambiado ahí bajo gobierno de Rato. Ahora, como antes (como siempre), la vertiente exterior de nuestra economía se constituye en muro en el que tropiezan los anhelos de los españoles por mejorar su nivel de vida. Más actividad (más inversión; más consumo privado) devíene inexorablemente en el deterioro de nuestra balanza comercial. En el pasado el aliviadero de esa presión lo constituía el tipo de cambio de la peseta. Nada más ilustrativo de ello que seguir, por ejemplo, el cambio peseta/marco a lo largo de cuatro décadas. Pero bien sabemos que esa posibilidad de dejar deslizar la peseta o, sencillamente, devaluarla, ya no está a nuestro alcance. Y sin ese arma de defensa, ya es un lugar común afirmar que, pronto o tarde, será el empleo quien soporte el ajuste.

La competencia exterior remite a la inflación diferencial (Francia en el 0,4%; Alemania en el 0,6%) que en estos momentos registra la economía española. La divergencia es tanta que hemos dejado de cumplir las condiciones de convergencia. Más aún: ¿alguien recuerda que nuestra tasa de inflación multiplicase casi por seis a la francesa?

Ya sabemos que Rato aduce que la economía española registra una tasa de crecimiento que supera con creces a la de nuestros vecinos; que tenemos una demanda interna muy fuerte y que eso explica nuestra divergencia, y que todo eso, en fin, es necesario para alcanzar en poco tiempo los niveles de bienestar del núcleo central europeo. Sin embargo hay asuntos (no en todos, claro está) en los que Rato denota una aguda artrosis cervical. Si a propósito de lo que nos ocupa mirara hacia atrás, constataría que dieciocho trimestres ininterrumpidos de crecimiento vigoroso ya se registraron en nuestro país en el pasado reciente y que, incluso en dos de ellos (1988:1 y 1988:2) el PIB creció por encima del 6%. Faltaría más que con Rato en Economía nos separáramos de lo que prescribe el concepto de convergencia beta (los países relativamente menos avanzados crecen más rápidamente que los avanzados. Barro y Sala) (Tasas de crecimiento del PIB: España 3,6%, Grecia 3,5%, Irlanda 9,3%, Portugal 3,9%).

El legado de Rato, no obstante, requiere un juicio sobre sus consecuencias a medio y largo plazo. Desde este punto de vista hay dos elementos que merecen consideración. Son los que constituyen la base sobre la que se asientan el crecimiento y la prosperidad futuras de nuestra sociedad. Me refiero, claro está, a la inversión y a su primera derivada que es la productividad.

Es innegable que la Formación Bruta de Capital Fijo (FBCF) ha alcanzado en estos años tasas elevadas. Superan en medía el 21% del PIB, aunque es verdad que no alcanzan la cifra cercana al 25% que se registró en el pico del ciclo anterior, en 1991. Debido, sin duda, al inexplicable retroceso de la inversión pública que al inicio de la década se situaba en el 5% del PIB y que el PP rebajó hasta el 2,9% actual. Eso, quiérase o no, se dejará sentir en el futuro. En la otra cara de la moneda se encuentra el ahorro, en particular la inconveniente evolución del ahorro de las familias españolas (la evolución de los flujos financieros de las familias durante la primera mitad de esta año pone de manifiesto la menor capacidad de ahorro de este colectivo. Banco de España 1999). Por lo demás no puede pasar desapercibido que la retórica conservadora que asocia ahorro con fiscalidad (especialmente IRPF) no es otra cosa que eso: retórica.

Pero ocurre que en estos momentos está sometido a debate el cambio de modelo económico y el modo consecuente de interpretar la realidad. La vieja teoría NAIRU (existe una tasa de desempleo por debajo de la cual se enciende la mecha inflacionista) ya no es capaz de explicar por qué se reduce el paro, los salarios reales no aumentan y la inflación se mantiene sorprendentemente baja. La justificación de lo que sucede es la nueva economía. Un paradigma, o algo semejante, que tiene su reciente origen en el cambio histórico de la tendencia en la evolución de la productividad engendrado en la inversión y la actividad en el sector de la tecnología de la información. Ocurre, dicho brevemente, que una productividad mucho más elevada (de un crecimiento tendencial del 1% al 2% anual) permite salarios reales que no atizan la inflación.

Sin embargo, Rato no habla para nada de la nueva economía. Y hace bien. Porque si el cambio se explica por la productividad, pasará mucho tiempo antes de que en nuestro país podamos emplear ese esquema analítico. Nuestra diferencia es de sencilla explicación: la productividad en la economía española, bajo batuta de Rato, evoluciona a la baja (si la creación de empleo que refleja la EPA fuera correcta, ello sígnificaría que en el primer trimestre de 1999 la productividad habría regístrado una caída del 0,5%. BBV. 1999).

De modo que juzgada desde la productividad, la economía española ofrece a largo plazo un panorama muy poco halagüeño. Bien estará, entonces, que los PGE00 vayan cargados de inversión pública (su nexo con la productividad está contrastado).

En último término, la política presupuestaria de Rato tiene que ser juzgada por sus consecuencias en la distribución de la renta. El Presupuesto ya se sabe que es una gigantesca máquina distribuidora que dice casi todo de las inclinaciones ideológicas del Gobierno. Y, qué le vamos a hacer, Rato ha sido cicatero con unos y dadivoso con otros. Los funcionarios han perdido capacidad adquisitiva (un año de congelación y el resto a IPC) y los pensionistas sólo han mejorado su posición ( y hay que ver en qué cuantía) cuando el Gobierno erró en su previsión del IPC. Eso son, en conjunto, nada menos que nueve millones de españoles a quienes el tren de la prosperidad no ha subido a sus vagones.

Por el contrario, otros colectivos han tenido mejor fortuna. Las empresas eléctricas han encontrado en Rato una perfecta connivencia de intereses (veamos entretanto que decide la UE); las rentas de capital cuyo tratamiento favorable era tan necesario, tan absolutamente perentorio, que fue lo primero que Rato hizo recién llegado al Ministerio (esperemos sentencia del TC); y, para qué seguir, los titulares de seguros de vida que en pintoresca condición respecto de lo usual en la UE verán sus rendimientos tratados como capital mobiliario y no como incrementos de patrimonio.

En teoría, todos estos beneficios de los menos son estrictamente necesarios para garantizar la prosperidad de los más. De todos aquellos que sus mejoras las cuentan por décimas, frente a quienes las contabilizan por dos dígitos. Ésa es la sociedad de las oportunidades. Éste es el centro, señores. Pasen y vean.

Luis Martínez Noval es portavoz del Grupo Parlamentario Socialista.

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