Tribuna:

Cinema Panero

Ya antes de que el cine se fijara en ellos, los hermanos Panero llevaban una vida de película. Cuando conocí a la familia el género dominante era la alta comedia, en gran medida porque la madre -la bella, doliente, irónica Felicidad Blanc- sólo tenía razón de ser como personaje de Wilde o Coward. Fuera de cuadro, aquella vaporosa mitómana era capaz, sin embargo, de pechar con los significados de ciertas transgresiones para las que su refinada cultura de señorita anglófila no la había preparado. Pero yo entré en la casa de Ibiza, 35, por Leopoldo María, mi amigo de unos años que, pese a las det...

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Ya antes de que el cine se fijara en ellos, los hermanos Panero llevaban una vida de película. Cuando conocí a la familia el género dominante era la alta comedia, en gran medida porque la madre -la bella, doliente, irónica Felicidad Blanc- sólo tenía razón de ser como personaje de Wilde o Coward. Fuera de cuadro, aquella vaporosa mitómana era capaz, sin embargo, de pechar con los significados de ciertas transgresiones para las que su refinada cultura de señorita anglófila no la había preparado. Pero yo entré en la casa de Ibiza, 35, por Leopoldo María, mi amigo de unos años que, pese a las detenciones policiacas y los fiascos sexuales, vivimos en un clima de vodevil con algún tinte de comedia rosa. Aunque en la biografía de J. Benito Fernández, recién publicada, El contorno del abismo (Tusquet Editores), se cuentan algunas divertidas anécdotas de niñez y juventud, creo que es imposible imaginar hoy el derroche de ocurrencia verbal, de simpatía contagiosa, de claridad de ingenio aun en la turbulencia, ya incipiente, que tenía el Leopoldo María de los 18 años. Por eso, pese a que el hermano mayor, Juan Luis, se estudiaba mucho el papel de mundano galán cínico y el pequeño, Michi, oscilaba entre un travieso Russ Tamblyn y un Tadzio de Muerte en Venecia con menos ángel físico pero más cabeza, el protagonista de la casa era el hermano intermedio. Y Felicidad, entrando en campo como un espíritu burlón que sabe de qué dolores se ríe.

El melodrama, la fantasía onírica (con ribetes de ocultismo y ciencia ficción), el dramón judicial y carcelario, aparecieron más tarde en la existencia peliculera de los Panero, hasta que en 1976 Jaime Chávarri terminó El desencanto, y los hermanos se convirtieron en estrellas de un cine-verdad. Al cabo de 20 años del inicio de aquel primer rodaje, Ricardo Franco estrena Después de tantos años, y allí pude ver en imagen lo que la gente contaba del amigo del que me separé a mitad de los años setenta: su cultivo permanente de un gore mezclado con la escatología repulsiva del primer John Waters. Vidas de cine.

Recomiendo el libro de Benito Fernández (advirtiendo que soy parte implicada), pero no sé si su buen trabajo de reconstrucción documental -que a veces incurre en la aridez del atestado judicial- consigue disipar la sombra de sospecha que, como en un filme de intriga, ha acompañado a Leopoldo María desde su primera notoriedad: la de ser una mera fachada de leyenda que sólo esconde poses malditas.

Dos poetas nada tontos, Gil de Biedma y Valente, dieron juicios crueles, el primero dictando que Leopoldo María era "un señorito sablista de Astorga", el segundo acusándole de hacer "desde la vida gestos desesperados para existir en la escritura".

Pero los dos le trataron poco o nada. Leopoldo siempre tuvo dotes de histrión (su risotada puede helar cualquier sala repleta), y ponerse en evidencia nunca le molestó. Quienes en los últimos años le hayan visto de fantoche locoide en las más chuscas tertulias de la madrugada se sumarán a los recelosos: la caída en picado desde el cine de arte y ensayo a Tele 5.

Mi teoría es que la excelente película de Chávarri, y lo que vino después, la insana necesidad de buscar sujetos expiatorios de nuestro propio desencanto, puso sobre aquellos cuatro exhibicionistas inteligentes, madre e hijos, una carga simbólica insoportable. Deslenguados, veleidosos, cultos, seductores y autodestructivos los cuatro, ha sido Leopoldo María, por su acusado perfil de estrambótico desatado, quien más ha atraído a los medios y a las pequeñas tribus de fanáticos. Éstos al menos leen. Y es que, al margen de El contorno del abismo, hay que leer la obra del poeta.

Sabemos de muchos grandes actores miserables o insufribles fuera de las cámaras. Confieso que llevo más de 20 años huyendo de la cargante y maloliente persona de mi antiguo amigo Leopoldo María, que hace no mucho sostenía que España entera, y Adolfo Suárez en particular, iban a por él. Los anticristos militantes son una cruz. Pero en las últimas décadas nadie aquí ha puesto en práctica poética -y con el genio de muchos de sus versos- lo que él mismo escribió una vez en este periódico: "La literatura no es nada si no es peligrosa".

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