Tribuna

La ambigüedad del maestro

Ideas a las nuevas generaciones sobre el personaje que acaba de desaparecer

Impresiona pensar que difícilmente las jóvenes generaciones tendrán una idea aproximada del gigantesco actor que acaba de morir; de la exquisita y especial persona que fue, y de cómo marcó indeleblemente el mejor cine británico: un cine que no ha sido objeto de revivals televisivos, salvo en circuitos muy selectos.Pero aún conmueve más el pensamiento de que, pocos años antes de que le llegara esta muerte, un derrame cerebral inmovilizó su rostro expresivo, que con un sólo movimiento de ceja o una media sonrisa podía reflejar la ambigua condición del alma humana, la mezcla de víctima y d...

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Impresiona pensar que difícilmente las jóvenes generaciones tendrán una idea aproximada del gigantesco actor que acaba de morir; de la exquisita y especial persona que fue, y de cómo marcó indeleblemente el mejor cine británico: un cine que no ha sido objeto de revivals televisivos, salvo en circuitos muy selectos.Pero aún conmueve más el pensamiento de que, pocos años antes de que le llegara esta muerte, un derrame cerebral inmovilizó su rostro expresivo, que con un sólo movimiento de ceja o una media sonrisa podía reflejar la ambigua condición del alma humana, la mezcla de víctima y de verdugo que a veces podemos ser; cuando somos interesantes, quiero decir.

Victim se tituló, precisamente, una de sus películas más valientes, aquella en que proclamaba (el personaje, no él: pero cuánto de él había en el personaje) su condición dignísima de homosexual en un mundo seboso e hipócrita.

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Cuando le sobrevino el derrame, en 1996, dejándole a merced de la amabilidad de los amigos y con suficiente lucidez, la que siempre tuvo, para pedir que no se le permitiera babear en una silla; quería tener una muerte digna. Su vida lo había sido.

Tremendamente despreciativo de la fama y sus frivolidades, de enorme discreción respecto a su vida íntima, irónico con los honores (le habían nombrado Caballero del Imperio Británico: pero fue un caballero desde mucho antes) y los homenajes (le pareció tontorrón que la Academia Británica de las Artes Cinematográficas y de la Televisión le honrara por su "extraordinaria contribución" al mundo del cine), el señor Bogarde había pasado del mundo del teatro, en el que se inició en su juventud en la rama decoración-carpintería, a la interpretación cinematográfica.

Bogarde gozó de gran popularidad con la serie de filmes basados en el personaje de un doctor enamoradizo y optimista (en una de las películas trabajó con una también primeriza Brigitte Bardot) y, poco a poco, fue configurándose como un maestro en el cara a cara con la cámara.

Desde aquellos primeros años con la legendaria productora Rank y sus producciones ingenuas, pasó a mostrar el lado oscuro. Ciertos fanáticos de la Inglaterra de imperio y tetera le tacharon de mal inglés por no dedicar mayor empeño a representar los valores supuestamente británicos.

El escritor

Él, efectivamente, no era del todo inglés. Su padre era holandés y fue el primer director de arte del diario The London Times; su madre, que era actriz, era escocesa. Salió una mezcla de los dos: un hombre que estudiaría bellas artes pero que no aplicaría su innato buen gusto al periodismo, como habría querido su progenitor, sino a la especialidad materna. Y de decorador teatral y más tarde de apuntador, pasó a ser actor. Su primer papel no fue más que la sustitución de un actor enfermo. Con el tiempo, sin embargo, se dedicó a escribir. Había cumplido ya los 50 cuando empezó la que sería su segunda carrera. Memorias, novelas, guiones. Llegó a publicar siete novelas además de sus memorias y, por cierto, con bastante éxito. Eso ocurrió en los 80, cuando el cine, forzosamente, había perdido parte de su interés: Joseph Losey, que le dirigió en la extraordinaria Accidente (un análisis de la lucha de clases a través de la esclavitud sexual) y en Modesty Blaise, arriesgada apuesta pop por el comic inteligente, había muerto. Lo mismo ocurrió con Luchino Visconti, el hombre para quien trabajó en La caída de los dioses y en la inolvidable Muerte en Venecia.Era distinto y misterioso. Quizá por ello, pese a que sus adictas conocíamos sus inclinaciones amatorias, no dejábamos de considerarle verdaderamente. Pues su encanto procedía de su inteligencia, que empapaba sus interpretaciones.

Y también del abismo interior que nunca nos mostró, pero que introdujo en sus mejores creaciones. Como alguien ha dicho, nunca sabremos si la angustia que reflejaban sus personajes procedía de su propia experiencia. Hay un dato, sin embargo, que nos dice que el hombre Bogarde, efectivamente, pensaba. Cuando sólo era Derek van der Bogaerd (su verdadero nombre), fue movilizado en 1940 para servir en la segunda mundial.

Permaneció cinco años en el frente, y salió del infierno como comandante. Luego encontró dificultades para integrarse a la vida normal: eligió el teatro porque la ficción, seguramente, le parecía más noble que la realidad.

Del mismo modo, Bogarde se decidió por la ficción de la literatura cuando el cine empezó a contar mentiras más infantiles que las que un actor como él merecía.

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