Tribuna

Un aprendiz de Dios

Se ha cerrado una de las miradas más abiertas de este tiempo, una de las pocas de que todavía cabía en el cine esperar una sorpresa, no en la acepción menor y rutinaria con que ahora se prodiga esta palabra y se aplica a cualquier película que no sea demasiado común, sino en todo su viejo esplendor, esa sorpresa consistente en encontrar en una pantalla algo completamente inédito, que se escurre, como el agua entre los dedos de las manos, ante cualquier intento de encarcelamiento en una definición.Las dos primeras películas que convirtieron a aquel niño prodigio en un cineasta de renombre mundi...

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Se ha cerrado una de las miradas más abiertas de este tiempo, una de las pocas de que todavía cabía en el cine esperar una sorpresa, no en la acepción menor y rutinaria con que ahora se prodiga esta palabra y se aplica a cualquier película que no sea demasiado común, sino en todo su viejo esplendor, esa sorpresa consistente en encontrar en una pantalla algo completamente inédito, que se escurre, como el agua entre los dedos de las manos, ante cualquier intento de encarcelamiento en una definición.Las dos primeras películas que convirtieron a aquel niño prodigio en un cineasta de renombre mundial las hizo en 1956 y 1957, cuando Kubrick tenía 25 y 26 años. Son Atraco perfecto y Senderos de gloria, dos películas de las llamadas de género: la primera, un thriller de tiralíneas, y la segunda, un filme de guerra con nitidez de teorema. Ambas siguen al pie de la letra el patrón, la ley genérica, pero hay algo en ellas que, al mismo tiempo, hace añicos ese patrón, esa ley. Ese algo está en la formidable singularidad de la mirada de Kubrick, o en una peculiaridad fortísima de las construcciones poéticas derivadas de esa mirada, que convertía a cada filme que imaginaba en cosa exclusivamente suya, auténtico cine de autor, sin equivalente referencial alguno por muchos antecedentes estructurales o argumentales que tuviera.

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Basta esta forma de recuperar ahora el arranque de su obra para deducir que Kubrick no tenía nada que aportar a Hollywood y que éste no deseaba ver ni en pintura a un rompedor de los moldes que construía. Dentro de la obra de Kubrick, sólo en Espartaco se atisba el cine de Hollywood. En este sentido, su personalidad dentro del cine estadounidense sólo tiene equivalente en Orson Welles. Ambos eran artistas inasimilables por una industria a cuyo signo ellos volvían del revés, cuando no lo vaciaban o transtornaban hasta un punto limítrofe con la demolición. Atraco perfecto es un prodigioso mecanismo de relojería visual, además de un abordaje de complejos problemas de construcción y captura del tiempo. El resultado es tan exacto que, una vez visto, resulta imposible la tentación de mejorarlo. El thriller, visto por Kubrick, comienza y acaba en él, y en este aspecto Atraco perfecto sigue siendo su película más precisa, más con pinta de irrepetible, como todo hallazgo de genio.

Con Senderos de gloria ocurre algo parecido, pero menos radical. El propio Kubrick volvió a las zonas abiertas que dejó en esta película en otras posteriores, como La chaqueta metálica y Dr. Strangelove. Por otro lado, la dureza dialéctica con que realiza su visión del interior de un ejército en Pasos de gloria, tiene vasos comunicantes con otras grandes películas del género, lo que da idea de que en este filme hay mayor porosidad que en la granítica Atraco perfecto, en la que es inimaginable encontrar prolongaciones, por lo que esta obra es el genial embrión de su obra posterior, pues prefiguró a grandes rasgos lo insustituible y lo singular de su aportación al cine moderno, su pasión por la construcción del tiempo y su estrategia de geometría visual para atraparlo, encerrarlo y domeñarlo en imágenes. En Kubrick, como en Welles, y más cerca como en Francis Coppola, hubo siempre una secreta vocación de aprendiz de Dios.

Buscó toda su vida representar la sustancia de ese tiempo que ahora se le ha acabado y contra cuyo inexorable paso su cine entabló una iluminada y terca estrategia de araña, un rastreo de conocimiento y de dominio obviamente destinado al fracaso, al hermoso fracaso del sueño de las grandes construcciones poéticas sobre el tiempo, que él persiguió obsesivamente, con el atrevimiento y perfeccionismo propios de un lunático, o tal vez de ese niño prodigioso y temerario que nunca pudo dejar de ser.

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