Tribuna

Un autodidacta y "Dos gardenias"

Es uno de los mejores cronistas literarios españoles actuales. Dicho de otra manera: sabe conjugar como pocos unas excepcionales dotes de observación con un estilo brillante y dominador. Los expertos hablan de su barroquismo mediterráneo. Los profanos lo explicamos de otra manera. Por ejemplo: si él llega cinco o diez minutos antes que tú a la terraza de una cafetería, lo mejor que se puede hacer es tirar la toalla y escucharle en silencio: con dos frases te describe en profundidad lo que estás viendo, te señala las características de los lugareños, sus estrafalarios hábitos ("¿Te has fijado q...

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Es uno de los mejores cronistas literarios españoles actuales. Dicho de otra manera: sabe conjugar como pocos unas excepcionales dotes de observación con un estilo brillante y dominador. Los expertos hablan de su barroquismo mediterráneo. Los profanos lo explicamos de otra manera. Por ejemplo: si él llega cinco o diez minutos antes que tú a la terraza de una cafetería, lo mejor que se puede hacer es tirar la toalla y escucharle en silencio: con dos frases te describe en profundidad lo que estás viendo, te señala las características de los lugareños, sus estrafalarios hábitos ("¿Te has fijado que los españoles que pasean por las calles siempre llevan algún paquete o alguna bolsa de plástico en la mano?"), cualquier detalle arquitectónico próximo o la personalidad, incluso el curriculum de quien acaba de pasar por delante de la terraza a bordo de un coche de diez o quince millones de pesetas ("Ése es de los que vendió un chaflán en tiempos de Solchaga"). Y lo peor de todo es que tiene razón. Después ya puedes pedir el gin-tonic.Sus orígenes culturales son los de un tiempo y un país en los que el autodidactismo era el método más común ("Pero ¿y tú para qué lees si tu padre tiene naranjos?", le preguntaba su profesor): Bécquer, Baroja, La Codorniz..., una amalgama de textos leídos en su mayor parte en la soledad del cuarto de baño de la casa familiar y que lejos de crearle la previsible confusión estimularon aún más su afán de leer. En el aspecto cinematográfico su formación fue decididamente parcial. Por ejemplo, de la afamada secuencia del sopapo en Gilda sólo vio a Glenn Ford, o, en otros casos, veía a Liz Taylor pero no a Montgomery Clift. La prosaica explicación es que veía las películas desde una terraza de su casa que, lamentablemente, sólo permitía divisar la mitad de la pantalla del cine de verano colindante. Pese a estas dificultades literarias y fílmicas, el talento de Vicent consiguió asimilar lo mejor de esos mundos. Después vinieron los tiempos universitarios, la fuga hacia Madrid, el descubrimiento del Mediterráneo desde la meseta, el servicio militar, los primeros relatos, los primeros artículos, el matrimonio, la paternidad, el primer premio Alfaguara de novela (Pascua y naranjas), en 1966, cuando dirigía la editorial Jorge Cela Trulock, el Café Gijón, el póquer, la progresía, Villa Valeria, EL PAÍS, los viajes, su perro Toby, en fin, las cosas de la vida. Lo sorprendente de Vicent es que es capaz de convertir en oro literario todo lo que vive y observa, desde la mezquindad de algún burlanga a la legendaria muerte del guionista Julio Alejandro.

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Naturalmente hablamos de un ser humano y no de un personaje mitológico, es decir, también tiene imperfecciones. Cuando decide sentarse frente al ordenador hay un 80 o un 90% de posibilidades de que tenga que acabar pidiendo ayuda a su hija o a Rafael Azcona ante el cúmulo de desastres que es capaz de desencadenar con un solo dedo. Con todo, su mayor preocupación actual es bordar la interpretación de Dos gardenias en una figuración de lujo en la próxima película de García Sánchez.

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