Tribuna:EN EL ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE NÉSTOR ALMENDROS

La vista y el oído

Una noche de diciembre de 1961, durante mi primer y más grato viaje a Cuba, nos habíamos dado cita un grupo de amigos al otro lado de la bahía de La Habana, en uno de sus bares portuarios, sustentados por roñosos pilones, del barrio popular de Guanabacoa. En vez de tomar el barquito o alquilar una vetusta carroza, me colé en el descapotable de Guillermo Cabrera Infante: un pequeño automóvil de color blanco -al que, en razón del femenino cubano de máquina, apodaba cariñosamente la "Guillermita"- que permitía orearse y en el que nos apretujamos Guillermo, Míriam Gómez y yo. A nuestra llegada al ...

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Una noche de diciembre de 1961, durante mi primer y más grato viaje a Cuba, nos habíamos dado cita un grupo de amigos al otro lado de la bahía de La Habana, en uno de sus bares portuarios, sustentados por roñosos pilones, del barrio popular de Guanabacoa. En vez de tomar el barquito o alquilar una vetusta carroza, me colé en el descapotable de Guillermo Cabrera Infante: un pequeño automóvil de color blanco -al que, en razón del femenino cubano de máquina, apodaba cariñosamente la "Guillermita"- que permitía orearse y en el que nos apretujamos Guillermo, Míriam Gómez y yo. A nuestra llegada al reino andrajoso y efímero de la música de tragaperras y los cubalibres de ron, nos aguardaban dos colaboradores del suplemento cultural de Revolución, suprimido semanas antes, junto al poeta-estrella Yevtuchenko, alguno de sus cortesanos locales y un desconocido que, con gran sorpresa mía, me saludó en catalán.Néstor Almendros era todavía joven -todos lo éramos entonces-, lucía volublemente su erudición libresca y cinematográfica y no tardó en ponerme al corriente de sus problemas en tomo a un documental, Gente en la playa rodado por él en Jaimanitas.

Días después se presentó en el hotel Habana Libre -el ex Habana Hilton- y me invitó a un pase privado del filme, al parecer "conflictivo". Le acompañé a visionarlo a un edificio custodiado por la milicia: el documental, realizado con indudable talento, mostraba a una alegre muchedumbre playera escasamente vestida mientras chapoteaba, comía y jugaba algún domingo o día festivo del calendario oficial. No había nada en él que, por motivo alguno, rozara con lo que hoy calificaríamos de "políticamente incorrecto". Recuerdo que a mi pregunta por las razones de su prohibición, Néstor me contestó: "No les gusta que haya filmado un lugar en donde sólo se bañan los negros".

En aquellos días luminosos, de transformaciones radicales y bruscas, varios amigos me expresaban discretamente sus temores ante el rumbo tomado por la revolución: mi anfitrión Carlos Franqui, Cabrera Infante y otros que, voluntariamente o por presión, acabaron por pasar por el aro y se convirtieron en portavoces del nuevo orden. El único en expresar de modo abierto sus críticas fue Néstor. "Lo que tanto te atrae de la revolución, me decía, es el ambiente y la vitalidad de Cuba. No hay que confundir una cosa con otra porque al ritmo que vamos todo esto desaparecerá". O aún: "¿Te acuerdas de La peste de Camus? Yo he visto ya las primeras ratas y prefiero irme de aquí antes de que se conviertan en plaga".

En septiembre de 1962, Néstor se embarcó para España y me telefoneó desde Barcelona. Yo planeaba volver a Cuba, y la crisis de los cohetes y el sentimiento de defender una causa que entonces estimaba justa precipitaron mi viaje a la isla en el primer avión que rompía el bloqueo. A mi regreso, en febrero de 1963, Néstor estaba en París, sin recursos ni trabajo en perspectiva. Le invitaba cuando podía a almorzar en casa y él se defendía dando clases de idiomas a un hijo del director de la revista Preuves. Meses más tarde, empezó a abrirse camino en el cine filmando documentales para la televisión escolar y acabó por convertirse en el cámara favorito de Rhomer y Truffaut.

Natural de Barcelona, hijo de un conocido pedagogo republicano refugiado en Cuba en 1938 -don Herminio Almendros, artífice en 1959 de la célebre Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos-, Néstor no pudo reunirse con él sino en 1948. Su aborrecimiento juvenil de la dictadura franquista le condujo, como a muchos de mi generación, a militar en el partido comunista y a reventar, por ejemplo, el acto de presentación de cuatro mediocres poetas españoles enviados a una poca gloriosa gira propagandística por Iberoamérica por el Instituto de Cultura Hispánica. Tras el golpe militar de Batista se exilió a Estados Unidos, en donde enseñando el español aprendió a dominar bien el inglés. De vuelta a La Habana en 1959 fundó la Cinemateca de Cuba con sus amigos Germán Puig y Cabrera Infante y comenzó a rodar una serie de documentales cortos entre los que despunta por su oficio el que me mostró.

La obra cinematográfica francesa y norteamericana de Néstor Almendros le dio fama internacional y se vio coronada con el Oscar de mejor fotografía correspondiente a 1979 por el filme de Terry Malick, Días de cielo. Igualmente conocidas son sus películas de denuncia política, Nadie escuchaba y Conducta impropia: esta última, elocuente muestrario de la persecución de los homosexuales en Cuba, tuvo un efecto sumamente beneficioso para algunas de las víctimas. Una vez suprimidos los campos de trabajo, los intelectuales y escritores con el estigma del crimene pessimo, privados del permiso de salir al extranjero, lo obtuvieron rápidamente a fin de desmentir las acusaciones de Néstor y de los testigos que filmó (entre ellos Reinaldo Arenas, Susan Sontag y yo). También fueron leídos y comentados sus ensayos sobre cine, recopilados en un volumen-con el título de Cinemanía (recuerdo ahora con especial agrado su análisis magistral de las fantasías homoeróticas de Einseinstein: las literas de una marinería compuesta exclusivamente de jayanes bigotudos en las primeras secuencias de El acorazado Potemkin). Casi ignorada en cambio es su breve pero certera incursión en el campo de la fonética, que comenté en uno de mis ensayos de El furgón de cola (París, Ruedo Ibérico, 1967). El extraordinario ojo de cámara de Néstor se acompañaba en verdad de un oído finísimo para captar las modulaciones del habla isleña: el sitio de Troya del héroe epónimo fue su asedio incesante a una realidad múltiple y cambiante a través de su inteligencia y los dos primeros sentidos.

Su ensayo sobre el habla popular de Cuba, publicado en el Boletín de la Academia Cubana de la Lengua en 1958, es uno de los mejores que conozco sobre la fonética caribeña. La lectura de maestros como Navarro Tomás, Fernando Ortiz, Menéndez Pidal, Amado Alonso, Pedro Henríquez Ureña, etcétera, había apercibido al joven exiliado barcelonés para analizar con gran acierto las variedades del español hablado en la isla. Como es sabido, el influjo complementario y opuesto de los factores evolutivos y conservadores en el interior de un idioma no se produce de igual modo en el ámbito de la fonética que en el de la sintaxis y la lexicografía. En el estudio de la lengua de un grupo humano, escribía Almendros, nos pueden encauzar dos propósitos: "uno, obervar y descubrir los vicios idiomáticos, para poder mejor corregirlos con normas y criterios pedagógicos adecuados ...; otro, guiado de meros designios científicos, de observación y clasificación de los fenómenos objeto de nuestro estudio". Su enfoque pragmático -sin propósitos normativos ni correctores-, a partir del hecho innegable de que el conjunto de fonemas del habla isleña es fundamentalmente idéntico al castellano y de que la implantación masiva de esclavos no alteró, como en otros contextos históricos, la morfología del idioma, le condujo a centrar su atención en el campo fonético (seseo, yeísmo, asimilación de las líquidas a la consonante que les sigue, aféresis, sincopas, apócopes, metátesis ...), esto es, en el sustrato de la lengua. A Almendros le llamaba la atención el hecho de que la literatura cubana no reflejara, salvo un puñado de excepciones, el auténtico fonetismo isleño. Si éstas existían en el ámbito de la poesía (Emilio Ballagos, Mariano Brull, el joven Nicolás Guillén), apenas se manifestaban en el terreno de la prosa fuera de los subgéneros costumbristas. La cala en el sustrato lingüístico negro y mulato de Cuba, esencial a la comprensión de su mundo -pues, como dice Adam Schaff, "el hombre no solamente piensa como habla, sino que habla como piensa"- fue iniciada por Lydia Cabrera y elevada a una dignidad literaria -con posterioridad al ensayo de Almendros- en la obra maestra de Cabrera Infante, Tres tristes tigres. Los monólogos de Las debutantes son un modelo de fidelidad fonética, como pude comprobar en una hilarante audición "cubana", primero en mis cursos de New York University hace ya un cuarto de siglo y, muy recientemente, en versión créole, con motivo del ciclo de conferencias sobre Cervantes y su estela con que inauguré la Biblioteca Nacional de Francia creada por Mitterrand: el ensayo de Néstor Almendros hallaba al fin su ejemplificación literaria y mostraba de paso el acierto de un estudioso tan conservador y tradicionalista como Menéndez Pidal cuando observaba: "las leyes fonéticas regulares sólo existen en el papel; no hay ni hubo jamás una regularidad fonética; sólo hay la que por espejismo creen ver los filólogos".

La vida y la obra de Néstor Almendros fueron un dechado de rigor y de dignidad. En nuestros 30 años de amistad no le vi ceder jamás al halago ni al oportunismo. La pandemia que segó la vida de muchos de sus amigos -Reinaldo Arenas, Severo Sarduy- acabó con la suya hace seis años. No pude entonces, por mi incapacidad de expresar mis sentimientos con la celeridad que exige el periodismo, manifestar mi admiración por su entereza y excepcionales dotes de vista y de oído. Lo hago ahora al evocar la imagen de nuestro encuentro, con Guillermo y Míriam Gómez, en el reino desvencijado y sombrío, pero nítido en el recuerdo, de la victrola y el cubalibre de ron de Guanabacoa.

Juan Goytisolo es escritor.

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