Tribuna:

La novela de Maenza

Llegó desde lo más profundo de Teruel y ya había leído a todos los franceses que entonces hacían falta para ser moderno. Hablaba suavemente y no debía medir más de 1,70, pero pronto se hizo de temer, siendo muy vulnerable, por su agresividad verbal; agredía a todo el que pasara cerca de él, como un modo de asegurarse un asiento en el mundo. Su inteligencia brillaba discontinua, como la luz del faro, y por eso logró que muchos seguidores fervientes se hundieran en los arrecifes de la vanguardia. Aunque también pagó él mismo con su vida el precio de no quedarse nunca en ningún sitio. El derecho ...

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Llegó desde lo más profundo de Teruel y ya había leído a todos los franceses que entonces hacían falta para ser moderno. Hablaba suavemente y no debía medir más de 1,70, pero pronto se hizo de temer, siendo muy vulnerable, por su agresividad verbal; agredía a todo el que pasara cerca de él, como un modo de asegurarse un asiento en el mundo. Su inteligencia brillaba discontinua, como la luz del faro, y por eso logró que muchos seguidores fervientes se hundieran en los arrecifes de la vanguardia. Aunque también pagó él mismo con su vida el precio de no quedarse nunca en ningún sitio. El derecho a marcharse.La palabra maldito se está haciendo dudosa, ya que a veces es aplicada a artistas vivos y de apariencia marginal -como ese gran poeta intermitente, Leopoldo María Panero- que un día acaban de payasos en los programas de varietés nocturnas de Tele 5. La única maldición sin paliativos es la que trae la muerte, sobre todo si ataca antes de dar tiempo a vivir. El escritor y cineasta turolense Antonio Maenza murió joven, a los 31 años, y hasta hace poco parecía que sólo algunos de los que disfrutamos -no sin tomar precauciones autodefensivas- de su genialidad, le recordábamos. Pero también la muerte recompensa el malditismo extremo de sus víctimas con el regalo de una posteridad, que suele encomendar a eruditos universitarios. De repente Maenza vuelve a la vida, y con suerte: la obra que sus dos eruditos tutelares, Javier Hernández y Pablo Pérez, han escrito bajo el título de Maenza filmando en el campo de batalla (Gobierno de Aragón, 1997), es un libro extraordinario, que no sólo relata con buen estilo la peripecia personal de este gran agitador de los años sesenta sino que sitúa inteligentemente a su calamitoso héroe en el contexto de todos los ismos políticos y artísticos por los que Maenza pasó, como el rayo de una breve tormenta, dejando resplandores y quemaduras. Simultáneamente se publica su magmática y a ratos fascinante novela Séptimo medio indisponible (Mira Editores, Zaragoza, 1997), que me ha recordado los libros de otro joven suicida de genio (y mejores maneras), Aliocha Coll.

La gran novela de Maenza es, con todo, su vida, y en ella incluyo las películas que en el año de gracia de 1968 nos parecieron lo mejor, lo más ambiciosamente libre, lo menos cómodo que el estrecho cine español de la época podía dar, y ahora -la Semana de Cine Experimental de Madrid las programó en noviembre- siguen siendo obras imperfectas de una potencia ideológica y una radicalidad formal incomparables. Yo le dejé de ver en 1969, cuando, harto Maenza del eje Madrid-Valencia (donde dejó a muchos hartos de él), se fue con su parafernalia disolvente a Barcelona. Allí Pere Portabella le financió un tercer proyecto cinematográfico, Hortensia, y entró en contacto, entre otros, con Azúa, Vila-Matas, Enrique Irazoqui, Carlota Soldevila, Emina Cohen, Enrique Murillo, algunos de los cuales intervinieron como actores en esa película hoy conservada en un copión sin montaje definitivo.

Como todo buen trágico, Maenza tenía mucho espíritu de comedia. Ladrón a domicilio y no siempre por lucro, si un día le pillabas en tu ascensor con un bulto bajo la gabardina trataba él de convencerte de que el botín, libros principalmente le pertenecía: en los pocos minutos transcurridos desde el hurto ya había subrayado muchos párrafos. En abril del 68, estando Luis Buñuel en Calanda, Maenza aterriza con su equipo de filmación en medio de la Semana Santa y consigue hacerse notar por su admirado cineasta, que anos después le relató a Max Aub cómo llegó hasta su casa, custodiado por la Guardia Civil y el alcalde del pueblo, un ''insensato gritando: ¡Mao nos va a enviar armas! ¡Y se va a armar la gorda! ¡Y el camarada Buñuel está con nosotros!''' En su dislocación de visionario, Maenza fue, sin embargo, un creador serio y adelantado, el más puro situacionista español de todos los tiempos. La locura y esa otra forma de destrucción tolerada que es el servicio militar acabaron con él en 1979. Diez años antes había escrito en un cuaderno: "Es tan grande el deseo de no tener persona / que tartamudeaba para tener pendiente al mundo, / y así le incito a que me espere''.

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