Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ

Días del desván

A Pilar Miró

Ha escrito un libro para apresar la infancia de un pueblo y, entre todas aquellas experiencias, se ha fijado también en la nieve como si esta mano definitiva del frío fuera el límite de todas las cosas que le sucedían entonces a él y a sus compañeros en un pequeño pueblo de León. La mano de tiza del maestro, los dibujos milagrosos en la pizarra de color y difumino, los relatos fantasmales de los viejos, y también el maestro terrible, las prohibiciones, los juegos eróticos de los niños que son enfermeras, soldados y médicos en una guerra que la imaginación de la infa...

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A Pilar Miró

Ha escrito un libro para apresar la infancia de un pueblo y, entre todas aquellas experiencias, se ha fijado también en la nieve como si esta mano definitiva del frío fuera el límite de todas las cosas que le sucedían entonces a él y a sus compañeros en un pequeño pueblo de León. La mano de tiza del maestro, los dibujos milagrosos en la pizarra de color y difumino, los relatos fantasmales de los viejos, y también el maestro terrible, las prohibiciones, los juegos eróticos de los niños que son enfermeras, soldados y médicos en una guerra que la imaginación de la infancia es también la guerra que oyen, y en medio la nieve que fue al mismo tiempo la felicidad y la desdicha, el anuncio del final de los días y el inicio de una vida nueva.

En este libro, Días del desván, de Luis Maleo Díez (Los Libros de la Candamia, León, 1997), se halla este homenaje extrañado y magnífico de un poeta a sus propios recuerdos y a los recuerdos de los otros cuando todos hacían el descubrimiento circular de la vida, el instante en que todas las cosas parecían posibles. Es uno de esos libros que además de parecer un largo poema se ofrece como un abrazo a quien lo lee y se queda en la memoria como si nosotros mismos lo hubiéramos estado dibujando para que, al fin, tal experiencia sea también nuestra y actual.

Los recuerdos de los demás, cuando están escritos, son propios también y hacen la vida distinta y para siempre mejor. Un libro en el que están todos nuestros libros, los recientes y los alejados, poemas que quisimos guardar para siempre y que aparecen de súbito en las líneas de un libro distinto.

En el libro de memorias infantiles de Luis Mateo Diez está, por ejemplo, el relato escalofriante de un maestro que es cruel y terrible con estos niños, a los que muestra una bandera española acribillada y a los que obliga a rendir pleitesía al trapo agujereado cuando no les obliga a la vigilancia sistemática del cocido que él ha dejado hirviendo en su casa. Después se supo que ese mismo hombre despiadado era en verano otro ciudadano solícito y bueno en un pueblo aún más pobre donde enseñaba en verano las letras a los analfabetos, gastándose allí además sus andrajosos ahorros. Esta misma semana, en este periódico, otro escritor de Castilla, Gustavo Martín Garzo, publicó un hermoso cuento de Navidad en el que relataba la historia de una mujer que le hizo creer que había pares de todos nosotros en lugares distintos del mundo, y esa posibilidad abierta por la imaginación de la mujer que le llevó a tal creencia le hizo feliz en la niñez pues pudo ser al tiempo él y aquellos a los que él quiso ayudar y parecerse. El bueno del malo y el malo del bueno.

Los buenos libros llevan a todos los libros y en todos los libros estaban todos los demás libros. Ese libro de Luis Mateo Diez lleva a aquella descripción desolada e íntima de los personajes que dibuja Julio Llámazares en La lluvia amarilla: el tiempo de nieve diezmando hasta el fin un poblacho en el que ya no queda ni memoria ni paisaje ni nada y sobre el que sin embargo flota, como la lluvia, la vida imperceptible que queda en la tierra después de los terremotos tranquilos que protagoniza la vejez del tiempo. Y esa desolación plástica que ya habita en la memoria como si hubiera sido vivida por nosotros en alguna vida distante y ajena es la que surge en las primeras líneas de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, una atmósfera que a su vez entra como si fuera un influjo de colegas de la misma geografía en el aluvión de metáforas con las que dibuja la soledad Juan Carlos Onetti.

En un libro pueden estar todos los libros; mientras leía ese libro inquieto y saludable de Luis Mateo Díez se cruzaron los versos de una joven poeta, Ana Merino (Los días gemelos, Visor, 1997): "A veces nos han visto/ reír y ser de nieve,/ fumar el aire puro/ que guarda la conciencia"; "yo sé que éste no es mi territorio,/ que la nieve crece a raíz de las tormentas", y esa memoria que es suya y no de otro, pero de la que uno se apropia como si no fuera ajena, nos lleva sin posibilidad alguna de pensar en otra cosa a la imagen verdadera de un niño rodeado por el frío y por la lluvia, inconsciente en el suelo tras un accidente en Galicia y, de pronto, por la vertiginosa salud que tienen las palabras, se imagina uno a ese niño habitando como un igual de los que hablaba Martín Garzo en medio de la plaza civil y extraña que sitúa Manuel Rivas en su cuento La lengua de las mariposas, en el que todos vimos al maestro que también rescata de su memoria el propio Luis Mateo Díez, enseñando desde la perplejidad de su propia sabiduría a niños que luego ven cómo se va, desconsolado, ese maestro igual al que alguna vez tuvimos todos. O esa maestra, la que describió Josefina Aldecoa. O el maestro del que habla Antonio Muñoz Molina en el prólogo de La cartilla escolar antifascista: los maestros que contaban las cosas como si éstas se pudieran tocar aunque estuvieran deshabitadas.

Un libro que lleva a todos los libros porque de pronto la memoria fértil de un poeta es la memoria que deja la gente en la tierra. Dicen que desde los aviones se ven las huellas de los pueblos que estuvieron y que ya no están. En los libros se ve también la huella de lo que ya no está y es de todo el mundo.

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