Tribuna

Buenos días, Poldy

Los admiradores del 'Ulises' de Joyce celebran el 'Bloomsday'

En la historia de la literatura nunca tanto dio que hablar un solo día. El 16 de junio de 1904 no ocurrió nada extraordinario, pero no fue una mala jornada para la humanidad. Para la universal logia secreta de los joycianos es, de hecho, el gran día. La fecha que James Joyce eligió para situar su Ulises, la odisea de Leopold Bloom (Poldy) por las calles y el mar de fondo de Dublín. Este tipo de apariencia corriente, que se esfuerza en pasar inadvertido, figura ya, como Don Quijote o Emma Bovary, en esa extraña realidad virtual de los personajes inmortales. En su honor, la ...

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En la historia de la literatura nunca tanto dio que hablar un solo día. El 16 de junio de 1904 no ocurrió nada extraordinario, pero no fue una mala jornada para la humanidad. Para la universal logia secreta de los joycianos es, de hecho, el gran día. La fecha que James Joyce eligió para situar su Ulises, la odisea de Leopold Bloom (Poldy) por las calles y el mar de fondo de Dublín. Este tipo de apariencia corriente, que se esfuerza en pasar inadvertido, figura ya, como Don Quijote o Emma Bovary, en esa extraña realidad virtual de los personajes inmortales. En su honor, la capital irlandesa celebra mañana el Bloomsday.

Desde hace algunos años, incondicionales peregrinos siguen la estela dublinesa del señor Bloom, marcada por la municipalidad con huellas de bronce en la acera. No faltarán quienes en la muy venteada terraza de la torre Martello, donde se inicia la novela, o en pubs donde luce la lencería fina de la espuma de la cerveza negra, lean en voz alta fragmentos del célebre monólogo de Molly, la casquivana esposa de Bloom. Glorioso Final: "Y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero. Sí". Y los más fetichistas desayunarán el Bloomstuff. Sopa "verde moco" espesa de menudillos, mollejas de sabor a nuez, corazón relleno asado, tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, huevas de bacalao fritas y, sobre todo, riñones de cordero a la brasa, "que daba a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa".

Si hoy aterrizase en su ciudad natal, James Joyce, que mantuvo una relación tormentosa de amor y odio con Dublín e Irlanda, que eligió el autoexilio exasperado por la "hemiplejía" histórica de su país, se sorprendería con el surtido de mercadurías que inspira su obra. Y por Grafton Street podría tropezar con algún vecino disfrazado de Poldy. Quizá no le desagradase el espectáculo y murmurara de nuevo: "Soy un payaso irlandés, un bufón del universo".

Según el propósito del autor, si Dublín desapareciese del mapa podría ser reconstruido a partir del Ulises. Como paisaje geográfico y también mental. Pero esa ciudad de Joyce, tejida literariamente a la manera de un farrapo portugués, que hilvana los hilos sueltos de la vida y los retales marginados, es hoy una metáfora del mundo. Empleando la fórmula de Seamus Heaney, va de la parroquia al universo. El resultado es el gran clásico del siglo XX. Una obra monumental donde ronronea la gata del desasosiego.

Escrito entre 1914 y 1921, paradigma de la modernidad literaria, objeto de culto y de escándalo nada más nacer, nadie se hubiera imaginado el complejo Ulises como fuente de folclor y divertimento popular. Y eso en tiempos en que los proveedores de fast-food literario siguen mirando sonrientes, no sin indulgencia, al adicto joyciano y le espetan: "¿De verdad has leído ese peñazo?". Como el buen señor Bloom, el cofrade del Ulises no suele responder a la provocación. Le repugna el proselitismo. Puede costar al principio, pero una vez dentro de su biblia tiene la sensación de haber atravesado la niebla sobre el río Liffey. En cada línea, y entre líneas, salta la liebre. Todo bulle, todo habla. Como decía Walker Evans de la fotografía, son las cosas las que salen al encuentro de uno.

El Ulises arrastra el estigma de elitista e impenetrable. En el jibarismo cultural que establece una frontera entre lo popular y lo selecto ha caído del lado equivocado. Y, sin embargo, nada se ha escrito tan a ras de la condición humana. Se ha dicho que ahí está todo. Desde las grandes abstracciones que a veces tanto nos pesan hasta los móviles más instintivos del hombre natural. Y ese todo expresado con el diapasón de la percepción contemporánea. La mirada cubista. Los sentidos a cien por hora, deslizándose en la rampa del lenguaje. El esplendor del Ulises, señala Harold Bloom en El canon occidental, podría alimentar "una legión de novelas".

Poldy, ese personaje "divinamente tópico", camina en realidad por el lado oculto. Asiste a un entierro y su mirada se clava en una rata. "Una obesa rata gris trotó por un lado de la tumba, moviendo las piedras. Tiene muchas tablas: bisabuela, conoce el paño. El vivo gris se aplastó bajo el plinto, retorciéndose hasta meterse debajo, Buen escondite para un tesoro. ¿Quién vive ahí?

Yacen los restos de Robert Emery". Poldy va a la salchichería con la fijación del riñón matutino y deriva hipnotizado por una clienta. "Alcanzarla y andar detrás de ella si iba despacio, detrás de sus jamones en movimiento. Agradable de ver primera cosa por la mañana. Date prisa, maldita sea. Aprovechar la ocasión mientras dura. Ella se quedó quieta a la puerta de la tienda al salir el sol y luego derivó perezosamente a la derecha. El lanzó un suspiro por la nariz: ellas nunca comprenden". Y la mente ve el mundo, se lo imagina, por el ojo de una cerradura. Es así como Poldy asiste, a distancia, a la infidelidad de Molly en el propio tálamo, esa sospecha que alarga su deambular por las calles.

Valle-Inclán decía que todos somos algo hamletos. Después del Ulises, podemos decir que todos somos Poldy. El espectro de Hamlet, y del propio Shakespeare, acompaña la odisea rutinaria de este modesto publicista que vive de recolectar anuncios por palabras. También en la elección del oficio del protagonista, Joyce afina la puntería simbólica. El incipiente mercado mediático prefigura el gran escenario futuro. ¿Qué es lo que nos fascina en Poldy, ese tipo corriente que ni siquiera llega a antihéroe, que no lucha por su mujer y se acobarda al discutir en las tabernas? Es el paisaje interior, lo que ocurre en su mente. Su afán por sobrevivir en el deslugar del mundo, tratando de comprender sin imponer. "Las heroínas de Jane Austen, George Eliot y Henry James son sensibilidades sociales más refinadas que Poldy", escribe Harold Bloom, "pero ni siquiera ellas pueden competir con su interioridad. Nada se pierde en él, aun cuando sus reacciones ante lo que percibe puedan ser vulgares". No nos pasma lo que hace, sino lo que le pasa por la cabeza.

¿Lloverá hoy en Dublín, lloverá en el mundo? La vida aquí, decía Lois Pereiro, es un fenómeno atmosférico. También Poldy se pasa el día mirando el cielo. El buen día esconde la tormenta. Antes de salir de casa disfrutó de un placer secreto. "Un periódico. Le gustaba leer en el retrete. Espero que ningún cretino venga a llamar a la puerta justo cuando estoy". ¿Verdad que todos somos Leopold Bloom?

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