Tribuna:

Nosotros y ellos

Ya no es Posible seguir soportando tanto horror. Lo cotidiano se desdibuja, se vuelve falso, incluso, vergonzoso: el Iunes por la noche asisto a un coloquio sobre Borges y después voy a cenar, y en la radio del taxi que me lleva de la Casa de América al restaurante escucho los gritos y el llanto de los su pervivientes del atentado de esa tarde en el Puente de Vallecas, los relatos de los testigos, sus voces alteradas por el pavor y la rabia, y pienso en la fragilidad de mi vida y de la de cualquiera de nosotros y me parece que no es posible y que ni si quiera hay derecho a seguir actuando como...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Ya no es Posible seguir soportando tanto horror. Lo cotidiano se desdibuja, se vuelve falso, incluso, vergonzoso: el Iunes por la noche asisto a un coloquio sobre Borges y después voy a cenar, y en la radio del taxi que me lleva de la Casa de América al restaurante escucho los gritos y el llanto de los su pervivientes del atentado de esa tarde en el Puente de Vallecas, los relatos de los testigos, sus voces alteradas por el pavor y la rabia, y pienso en la fragilidad de mi vida y de la de cualquiera de nosotros y me parece que no es posible y que ni si quiera hay derecho a seguir actuando como si nada hubiera ocurrido, a asistir a una charla civilizada y un poco aburrida mientras en un barrio de Madrid todavía dura el Apocalipsis, a sentarse en un restaurante y abrir la carta y elegir la cena y el vino mientras los muertos yacen destrozados y quemados en alguna parte y los heridos sangran en camas de hospitales, mientras los asesinos celebran el éxito de su heroicidad y en el País Vasco continúa la tarea incesante del adoctrinamiento en la barbarie y el odio, de la complacencia en la destrucción y la sangre.Ya no se puede soportar más. No es una idea, ni una convicción, es una sensación física que se apodera del cuerpo entero, un principio de vértigo, depresión en las sienes, de náusea. Lo más común se ha vueIto irreal: sin enterarme de nada, de lo que estaba pasando en esta misma ciudad, yo daba un paseo para ir a comer y luego volvía a casa disfrutando de unos minutos fugaces de lluvia, y tal vez oí a lo lejos un eco de sirenas de coches de policía y ambulancias, pero esos ruidos son tan habituales que ni siquiera los llegué a escuchar. ¿Cómo es posible que las cosas puedan seguir sucediendo con esa indiferencia justo cuando seis personas sonasesinadas por una explosión, cuando una calle entera se convierte en escombros y en llamas y humaredas de catástrofe? Pero todo se nos vuelve irreal porque es intercambiable: los asesinos, los patriotas que llevan razón en los fines, pero se equivocan en los medios, según el Partido Nacionalista Vasco podían haber elegido no el Puente de Vallecas, sino una de las calles por las que yo pasé a esa misma hora, y ahora yo, o cualquiera, estaría entre los muertos, como puedo estarlo mañana, o el mes que viene, cuando los etarras decidan que ha llegado de nuevo el momento de inundar de sangre otro lugar de Madrid.

Ya no es posible seguir soportando el horror continuo del crimen, pero tampoco la náusea de las palabras que lo envuelven, que lo magnifican o lo suavizan, de las estrategias policiales que se apoyan sobre los cadáveres, del cinismo feroz y la dureza absoluta de corazón de quienes aceptan la muerte como una costumbre diaria. Matan las bombas, pero las sentencias de muerte las dictan las palabras, y son también las palabras las que difunden la mentira y el odio, la chulería racista, el patrioterismo agresivo y vandálico que se ha venido sembrando de manera sistemática desde hace años, y no sólo en el País Vasco. La guerra de Yugoslavia empezó siendo una guerra de palabras, una borrachera de programas patrióticas. Ese grito de "ETA, mátalos" que se escucha a diario en las calles del País Vasco y se ve escrito con spray en sus muros es un "Viva la muerte" que envilece a quienes lo prefieren, pero también a quienes de un modo u otro lo alientan, y a quienes oyéndolo y teniendo voz para rebelarse contra él callan por conveniencia, o por íntima complicidad. Matan las bombas y las balas, pero las palabras han envenenado antes las inteligencias, y en el País Vasco personas muy respetables sugieren la conveniencia de poner fronteras en el Ebro, y dicen de pronto, con una irresponsabilidad vergonzosa, que tienen más miedo a España que a ETA, o cualquiera de las barbaridades que predica cada domingo con fría teatralidad el siniestro ayatolá carlista Xavier Arzallus. No he oído nunca a nadie pronunciar como él las palabras "nosotros" y "ellos", y siento algo de miedo cada vez que las dice, porque ese "nosotros" es el plural cerrado, orgulloso y paranoico del nacionalismo, la línea divisoria entre los justos y sus enemigos, entre el pueblo elegido y los gentiles sin limpieza de sangres, los "ellos" a los que puede culparse con la conciencia tranquila de todas las desgracias y todas las persecuciones.

Habría que preguntarle a algún dirigente del PNV si los muertos del lunes en Madrid son muertos comunes o muertos políticos, o si deben ser incluidos entre los "nosotros" o los "ellos". ¿A cuál de los dos grupos pertenecen los asesinos? Si los atrapan, lo cual es muy dudoso, ¿considera el PNV que se les deben ofrecer cuanto antes las ventajas de la reinserción? Si la policía les si gue la pista, ¿habrá algún sacerdote que les ofrezca evangélicamente el refugio de su parroquia?

En las ciudades vascas que da un cierto número de personas pacíficas, obstinadas y heroicas que permanecen firmes en la calle protestando en silencio contra el crimen y pidiendo la libertad de José María Aldaya, y cuando los nazis de Herri Batasuna las cercan, amenazan de muerte y las llaman asesinas, la policía autónoma no interviene, tal vez porque los agresores pertenecen en el fondo al "nosotros", y porque a quienes se atreven a renegar con absoluta claridad del terrorismo se les sospecha cómplices de "ellos".

Pero ya no se puede soportar más tanto dolor y tanto asco, tanto crimen, tanta palabra envenenada. Lo que creemos ser es una apariencia, un frágil simulacro que en cualquier momento puede sufrir la interrupción y el desmentido de la muerte. La convicción civilizada de que cualquier persona decente es uno de nosotros, viva donde viva y sean cuales sean su RH y sus ocho apellidos, y de que no hay más ellos que los asesinos, no vale nada contra la evidencia de un disparo o contra los manejos de una ambición política que no tiene escrúpulos en comerciar con la sangre.

Puede que lleve razón Arzallus, y que el mundo se divida entre nosotros y ellos. A dos de nosotros los mató el domingo en el País Vasco un fanático con una escopeta. Todos nosotros somos rehenes y víctimas posibles del terror. A ninguno de ellos se le cae la cara de vergüenza, y el remordimiento ja más llega a rozarlos..

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En