Tribuna:

Calamares, tomates y representación popular

La fijación obsesiva de nuestra vida política en las fechorías, cada día renovadas, de los muchos pícaros con los que Dios castiga nuestros pecados y, en estos últimos días, en las cábalas sobre los secretos designios de don Felipe González, es lamentable por muchas razones. Entre otras, y no es la menor, por impedir el debate sobre las cuestiones que realmente importan, entre las que no está sólo el gran problema de nuestros nacionalismos.En la sesión del Congreso de los Diputados del pasado día 8, en la que el presidente del Gobierno, tan afortunado en la elección de fechas, repitió lo que y...

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La fijación obsesiva de nuestra vida política en las fechorías, cada día renovadas, de los muchos pícaros con los que Dios castiga nuestros pecados y, en estos últimos días, en las cábalas sobre los secretos designios de don Felipe González, es lamentable por muchas razones. Entre otras, y no es la menor, por impedir el debate sobre las cuestiones que realmente importan, entre las que no está sólo el gran problema de nuestros nacionalismos.En la sesión del Congreso de los Diputados del pasado día 8, en la que el presidente del Gobierno, tan afortunado en la elección de fechas, repitió lo que ya se sabía sobre la célebre entrevista y reiteró su intención de disolver las Cortes, que él entiende como decisión libre y otros creemos cumplimiento de una obligación, constitucional, el Congreso rechazó por unanimidad el proyecto de acuerdo entre la Comunidad Europea y Marruecos. Esa decisión de nuestros representantes no ha impedido el acuerdo, felizmente concluido pocos días después, y ha sido en consecuencia rápidamente olvidada, o despectivamente censurada como fruto de una frivolidad irresponsable.

Quizá efectivamente lo fuera. Seguramente ese acuerdo tan trabajosamente conseguido sea muy conveniente para España, para Europa y para Marruecos. Yo estoy dispuesto a creer que la posibilidad de competir sin trabas en el mercado marroquí, dentro de algunos años, con la Bayer o la Shell, con Phillips o con Siemens, es para nuestras industrias químicas y electrónicas una bendición que compensará con creces los daños, quizá sólo imaginarios, por los que ahora se creen amenazados los pescadores de calamareso o los productores de tomates. No veo muy claro el motivo por el que la competencia en Marruecos habrá de permitir a esas industrias lograr lo que hasta el presente no han logrado compitiendo con esos mismos gigantes en otros lugares del planeta, pero seguramente hay razones que se me escapan y que los señores diputados debieron tener en cuenta.

El hecho es, sin embargo, que no las tuvieron, que se opusieron a la conclusión del acuerdo y que el acuerdo se hizo por tanto en contra de su voluntad expresa. Este error, o cualquier otro en el que puedan incurrir, no les quita a los diputados su condición de representantes, y, en consecuencia, la voluntad que expresan, por equivocada que esté, ha de ser tenida por voluntad del pueblo español.

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Esa condición no la hace por supuesto soberana, todopoderosa. Dentro de la Constitución, todos los poderes son limitados. Las Cortes no pueden asumir las funciones que constitucionalmente corresponden al Gobierno (cosa que generalmente se guardan mucho de hacer) o al poder judicial (cosa que, por el contrario, parece tentarlas a veces). Mucho menos pueden nuestras Cortes imponer sus decisiones a la Comunidad Europa, en cuyas instituciones España está, representada únicamente por el Gobierno. El rechazo de nuestros diputados no invalida por eso en modo alguno el acuerdo de asociación entre la Comunidad y Marruecos, concertado, supongo, al amparo del artículo 238 del Tratado de Roma. Pero es precisamente esta contradicción entre la voluntad expresa de los representantes del pueblo español y la validez plena de un tratado que obliga también (y en este caso muy directamente) a este mismo pueblo la que plantea un problema general del que este caso es simple ejemplo.

Las decisiones del Consejo de la Comunidad, que obligan a los Estados miembros y a sus ciudadanos, se adoptan por un órgano, el Consejo de Ministros, que no es responsable ante los Parlamentos nacionales y ni siquiera ante el Parlarnente Europeo. Esas decisiones, que además en muchas ocasiones (así, creo, en ésta) hubieran re querido aprobación parlamentaria si hubieran sido decisiones nacionales, son por tanto obra exclusiva de los Gobiernos, que a través de la Comunidad escapan de este modo de las trabas que las Constituciones imponen. No es fácil hacer las cosas de otra manera, claro está. Las decisiones del Consejo de la Comunidad, con independencia de que se tomen por mayoría, o re quieran, como en este caso, la unanimidad, son siempre resultado de una negociación que la vinculación estricta de cada Gobierno a las instrucciones de su respectivo Parlamento haría imposible. Igualmente claro es, sin embargo, que, al menos a largo plazo, la eficacia de las decisiones del poder depende en último término de su legitimidad, y que ésta, en nuestros sistemas, deriva del respeto estricto a las exigencias propias de la democracia representativa.

La democracia no asegura el acierto de las decisiones, pero sí que éstas se adoptan en un procedimiento abierto en el que todos los intereses pueden hacerse valer. La elusión de este procedimiento quizá permita alcanzar soluciones más convenientes, como pensaban los monarcas ilustrados y sigue pensando aquí y ahora mucha gente. Como el interés ciega a los hombres, hay muchos, sin embargo, que se resisten a aceptar esa conveniencia, se creen olvidados o preteridos y, como los agricultores de Almería, intentan hacerse oír cortando carreteras o incendiando camiones. Un procedimiento más democrático no nos preserva seguramente de esos males, pero al menos justifica el rigor de la fuerza para evitarlo.

No es un problema sólo nuestro. El famoso déficit democrático de la Comunidad afecta a todos sus miembros. Muy nuestra es, no obstante, la insensibilidad para percibirlo y la pasividad para remediarlo. En unos casos sin norma alguna y en otros por imposición de la Constitución, muchos Gobiernos se sienten o están obligados a solicitar la opinión del Parlamento ante cada medida que el Consejo de la Comunidad ha de adoptar, a atenerse a ella en el curso de la negociación en toda la medida de lo posible y a explicar ante la representación popular, si es el caso, las razones por las que se vio obligado a abandonarla. El nuestro pertenece todavía al grupo de los que se limitan, cuando mucho, a ilustrar a las Cortes sobre lo acertado de su actuación, e incluso consideran como una intromisión indebida en sus competencias los muy esporádicos intentos de éstas por orientarla.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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