Crítica:CINE

Al final de la escapada

Digámoslo de entrada: sobran algunas cosas en Antártida, la por otro lado estimulante, a veces brillante y en ocasiones sobrecogedora primera película de Manuel Huerga. Primera película comercial, en todo caso, puesto que el más dotado y vanguardista de los realizadores televisivos catalanes, autor de programas señeros como Stock de pop, Arsenal o Arsenal-Atlas, amén de artífice de una deliciosa y socarrona revisitación de la vida del arquitecto Antoni Gaudí, es cualquier otra cosa que un debutante. Sobran, por ejemplo, algunas apoyaturas forzadas de guión, como ese matón gesticu...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Digámoslo de entrada: sobran algunas cosas en Antártida, la por otro lado estimulante, a veces brillante y en ocasiones sobrecogedora primera película de Manuel Huerga. Primera película comercial, en todo caso, puesto que el más dotado y vanguardista de los realizadores televisivos catalanes, autor de programas señeros como Stock de pop, Arsenal o Arsenal-Atlas, amén de artífice de una deliciosa y socarrona revisitación de la vida del arquitecto Antoni Gaudí, es cualquier otra cosa que un debutante. Sobran, por ejemplo, algunas apoyaturas forzadas de guión, como ese matón gesticulante que sólo sabe hacer hablar a su revólver y que ocupa demasiado espacio en el filme y da pie a situaciones que el propio Huerga ha reconocido como poco satisfactorias. Falta, por otra parte, una mejor definición de ese inquietante personaje que interpreta Walter Vidarte y que sirve para que la trama secundaria dé una vuelta sobre sí misma.Pero lo que no sobra ni falta es todo lo otro, lo que hace del filme un ejercicio de brillantez formal, de riesgo asumido, de ruptura con una cierta noción de naturalismo al que parece propender la trama: que alguien emplee hoy recursos como retroproyecciones o transparencias sólo se puede entender como una voluntaria operación de acoso y derribo de algunos de los tótemes de la narración institucional de la que hacen gala la inmensa mayoría de los filmes, que hoy consumimos, que no amamos. Huerga demuestra entonces que lo que más le interesa generalmente cabe entre las cuatro paredes de una habitación, en la dura soledad de dos yonquis, uno víctima de una logorrea imparable, la otra virtualmente muda. Y lo que más le interesa es la forma en que esa soledad atroz se empieza a descascarillar lentamente, primero por obra y gracia de la necesidad mutua de heroína, luego por la imparable sucesión de problemas a que tienen que hacer frente ambos, finalmente por la emergencia clásica, casi clandestina, del amor.

Antártida

Dirección: Manuel Huerga. Guión: Francisco Casavella. Fotografía: Javier Aguirresarobe. Música: John Cale. Producción: Andrés Vicente Gómez para Iberoamericana / Sogetel. España, 1995. Intérpretes: Ariadna Gil, Carlos Fuentes, Walter Vidarte, José Manuel Lorenzo, Francis Lorenzo, Juana Ginzo. Estreno en Madrid: Vaguada, Excelsior, Palacio de la Música, Minicines.

Ahí es donde Antártida se convierte en un filme extraordinario: en la exploración a fondo de las interioridades de esos dos personajes; en la sutil combinación de esos saldos sociales que, no obstante, no imploran condescendencia alguna del espectador; en el juego complejo y logrado que se establece entre una actriz capaz de transmitir todo sin apenas abrir la boca -Gil obtiene aquí, y de lejos, su mejor trabajo hasta la fecha, lo que ya es decir- y un actor totalmente novel que es capaz de darle una réplica no ya adecuada sino hondamente convincente.

Huerga y su guionista, Francisco Casavella, han sido capaces de firmar un debut de riesgo, que es lo que siempre hay que exigir de un debutante. De su colaboración surgen momentos de inspiración, de esos que sólo los creadores de talento son capaces de lograr: queda para siempre en la retina de este crítico esa secuencia, magistralmente escrita y resuelta, del enfrentamiento entre los dos yonquis en la cochambrosa pensión, un prodigio de catarsis dramática pero también de profundo conocimiento de las normas de puesta en escena. Y tal vez para siempre quedará, igualmente, la sospecha de que el final del filme encierra algo que no parece claro a simple vista pero que se puede leer en el tono de esa voz arrastrada, desesperanzada de Ariadna Gil, en su rostro casi vacío de expresión: que ningún paraíso existe, ni en la droga ni fuera de ella.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En