Tribuna:

Un candado menos

A la altura del cuartel de Loyola, en San Se bastián, el fondo fangoso del río Urumea estaba sembrado de miles de candados. Con la blanca, la cartilla militar, cosida al corazón, los recién licenciados atravesaban, como personajes de Conrad salidos de la tinieblas, su particular línea de sombras.Aquel puente era un símbolo. Dejábamos de ser un número, recomenzaba la vida. Pero ya éramos otros. "De alguna forma, en nuestro interior, se había cumplido la bravuconada de los abuelos veteranos: "¡conejos, vais a morir!". Por eso, no mirábamos atrás, cruzábamos de prisa el puente por ú...

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A la altura del cuartel de Loyola, en San Se bastián, el fondo fangoso del río Urumea estaba sembrado de miles de candados. Con la blanca, la cartilla militar, cosida al corazón, los recién licenciados atravesaban, como personajes de Conrad salidos de la tinieblas, su particular línea de sombras.Aquel puente era un símbolo. Dejábamos de ser un número, recomenzaba la vida. Pero ya éramos otros. "De alguna forma, en nuestro interior, se había cumplido la bravuconada de los abuelos veteranos: "¡conejos, vais a morir!". Por eso, no mirábamos atrás, cruzábamos de prisa el puente por última vez, y arrojábamos el candado de la taquilla al río como quien se desprende de su propio espectro.

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Ahora, Antonio Muñoz Molina vuelve a cruzar un puente y tirar un candado. Pero no lo ha hecho de forma furtiva. Se ha plantado con valor hacia atrás. Su memoria es una liberación. No sólo para los que vivieron circunstancias semejantes. El cuartel de Ardor guerrero es también una metáfora, un tratado de entomología, humana, una versión literaria, hispana y en carne viva del Masa y poder del búlgaro Elías Canetti.

En un reciente encuentro, algunos historiadores criticaban la visión demasiado cursi de la transición española que ha prevalecido hasta ahora. Pues bien, varios escritores, y en particular Muñoz Molina, llevan años afilando la mirada. Contando la historia por el ojo de la cerradura, valiéndose de esa luz secreta de luciérnaga que ha hecho del chaval de Úbeda y del recluta J-54 un tremendo escritor. Dice Gombrowicz en su Diario que "el rasgo característico de la (buena) literatura es su dureza". Y advierte el polaco que, en manos de tías bonachonas o tipos blandengues, la escritura corre el peligro de convertirse en "un huevo pocho". Ardor guerrero es un huevo bien duro.

Muñoz Molina es duro en el sentido que lo eran sus admirados Faulkner y Onetti, por otra parte incapaces de aplastar una mosca con un libro. Escribe duró. No es un forajido. No se ríe de los cojos ni de los mendigos. Es esa clase de persona que te tranquiliza saber que está ahí, en la, España de hoy, con un libro entre manos. Un huevo duro. Un candado menos

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