Tribuna:

Nostalgia de Unamuno

Creo que España entró realmente en mi biblioteca con Los grandes cementerios bajo la luna, de Georges Bernanos. Pero no: justo cuando me viene a la mente el nombre de Bernanos, es otro el que se desliza en mi memoria y reclama el primer lugar. Este nombre es el de Miguel de Unamuno al que acompaña inmediatamente el título de un importante libro: Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Para un adolescente perdido en medio de los años sesenta, aquel libro tenía algo de raro y de noble; existía en solitario, tan alejado de las antiguas estrellas del panor...

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Creo que España entró realmente en mi biblioteca con Los grandes cementerios bajo la luna, de Georges Bernanos. Pero no: justo cuando me viene a la mente el nombre de Bernanos, es otro el que se desliza en mi memoria y reclama el primer lugar. Este nombre es el de Miguel de Unamuno al que acompaña inmediatamente el título de un importante libro: Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Para un adolescente perdido en medio de los años sesenta, aquel libro tenía algo de raro y de noble; existía en solitario, tan alejado de las antiguas estrellas del panorama intelectual francés -como Camus o Sartre- como de cualquier otra nebulosa intelectual. Y esa soledad de Unamuno encajaba maravillosamente con nuestra soledad de adolescentes. La acompañaba, la iluminaba con una presencia purificada de toda mentira, de toda clase de compromiso. Por eso no me sorprende que el nombre de Bernanos fuera el primero que escribí: ¿Acaso no son Los grandes cementerios bajo la luna la réplica francesa a esa soledad, de la que Bernanos fue portavoz en una época en la que la mentira estaba en todas partes y en la que volverse contra su propio bando ideológico, como hizo Bernanos ante el espectáculo de la España ensangrentada, representaba un acto de valor sin ejemplo comparable?Con el paso de los años, penetramos en otros mundos hispánicos, otras soledades, más atrás en el tiempo, hacia el siglo barroco de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa y de San Ignacio de Loyola. Pero, en el fondo, se trataba de lo mismo: siempre se trataba de esta furiosa aspereza del espíritu no calmado por ningún oasis de hipocresía, a la vez seca y sensual, rica y sobria y que atormenta cualquier espacio de lienzo de Tápies. Los años siguieron pasando y seguimos otros caminos por las calles de Buenos Aires, donde nos esperaba el sabio Borges y sus sortilegios; era la soledad, el fluir perfecto del tiempo, que en Quevedo adquiere el aspecto de un fino velo imposible de desgarrar.

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¿Dónde está esa España que vino a través de los libros y que amábamos sin saberlo porque ya habíamos estado en ella antes de estar realmente? No lo sé, y a decir verdad no me importa. Me basta saber que existe en la biblioteca ese cuadrado sombrío y rojo que me la restituye en un solo segundo en todo el fulgor de su violencia.

Michel Crepu es comentarista de La Croix, L' Événement.

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