Tribuna:

Savater, en Venecia

Leonardo Sciascia dejó a un lado el pitillo que años después habría de matarle y preguntó a un grupo de amigos, a medianoche, en Madrid:-¿Y quién es el filósofo español de ahora?

Era el 1 de diciembre de 1982. El escritor italiano viajaba por España para retratar con el fotógrafo Fernando Scianna la geografía de Miguel de Unamuno y para explicarse a Ortega y Gasset, dos de sus grandes pasiones. Echaba en falta, en aquel país que no se quitaba aún las legañas de la dictadura, un pensador nuevo, alguien que continuaré con vigor los nombres y las obsesiones- de los viejos maestros. Así que...

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Leonardo Sciascia dejó a un lado el pitillo que años después habría de matarle y preguntó a un grupo de amigos, a medianoche, en Madrid:-¿Y quién es el filósofo español de ahora?

Era el 1 de diciembre de 1982. El escritor italiano viajaba por España para retratar con el fotógrafo Fernando Scianna la geografía de Miguel de Unamuno y para explicarse a Ortega y Gasset, dos de sus grandes pasiones. Echaba en falta, en aquel país que no se quitaba aún las legañas de la dictadura, un pensador nuevo, alguien que continuaré con vigor los nombres y las obsesiones- de los viejos maestros. Así que, oteando el panorama, uno de sus contertulios respondió al entonces ya cansado y penetrante testigo de las horas más negras de la Italia reciente aventurando el porvenir de un nombre:

-Fernando Savater.

Esa misma noche, la casualidad del destino -y la decisión del jurado, evidentemente- hizo a Savater premio Nacional de Ensayo por La tarea del héroe. Sciascia se convirtió enseguida, casi con los ojos cerrados, en el editor e impulsor italiano de su obra, y también en su amigo y, en el plano de las actitudes públicas, en un correligionario de su idea de la libertad, que incluye la mejor de todas las libertades: la del radical que, a veces, en lugar de decir no se arriesga a decir quizá.

Ahora Savater es una celebridad en Italia; mientras en España la babosa moral del acusica lo pone un día sí y otro también en el paredón de la maledicencia sólo porque se compromete y habla '("Reconocerse cansa", que diría José-Miguel Ullán), en Italia se ha convertido en una especie de héroe nacional, y hoy mismo en Venecia le celebran los libreros italianos, y el otro día, cuando apareció allí La infancia recuperada (Creature dell'aria, en la versión italiana), le hicieron figura gigante en las librerías, de modo que cuando uno entraba en uno de esos establecimientos creía ver al verdadero Savater de las camisas floreadas y los chalecos dibujados dando la mano o despidiéndose presuroso en cualquiera de las esquinas de Madrid o de San Sebastián. Sus libros son allí -como en Francia, por ejemplo- moneda común en las listas de los mejor vendidos, y su mensaje profundamente libre y literario ha calado hondo en los medios y en la sociedad -filosófica o no de Italia.

Es un hombre de un vehemente buen humor; un tipo feliz, nada discursivo, ingenioso, verbalmente imbatible; en San Sebastián, donde ha dado clases hasta el último año, le persiguieron en paredes y en claustros con tanta saña como en algunos círculos madrileños se ha ridiculizado su Figura; y aun así, en medio de ese berenjenal baboso, mantuvo siempre el buen humor libertario que le da el contrapunto preciso a su radical raciocinio. El pasado lunes, en el programa televisivo de Mercedes Milá en Antena 3, ante un encendido Javier Gurruchaga -entertainer -rabioso ese día, testigo de la guerra, acosado igual que Savater simplemente porque habla en contra-, apareció otro Savater esencial, acaso el que conectó con Sciascia enseguida: el hombre indignado que explica por qué lo suyo no es valentía, sino coherencia y testimonio.

En un país dominado por aquella moral del acusica, que calla cuando observa testimonios así, esperando una mejor oportunidad para arremeter contra el protagonista de actitudes como ésa, escuchar a gente como Fernando Savater produce un orgullo íntimo, una satisfacción muy honrosa. Como el personaje del poema If, de Rudyard Kipling, capaz de equivocarse y de rectificar con la misma gallardía, este personaje que sigue inmerso en el volteriano jardín de las dudas, es un activo nacional, un ser que habría que inventar si no existiera.

Un día alguien contó que desde la muerte de Leonardo Sciascia, en Italia, cada vez que se producía un conflicto nacional, un debate, una polémica, un exabrupto político o social, la gente se preguntaba qué hubiera dicho entonces el siciliano. Aquí cada vez que pasa algo, muchos esperamos a ver qué dice Fernando Savater, para oponernos o para, estar de acuerdo; no desata la indiferencia, y esa inquietud que crea todo lo que hace es lo que admiró el escritor italiano que una noche de hace tantos años decidió tenerlo como correligionario y como semejante. Es lógico que ahora los libreros italianos le celebren en Venecia.

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