Crítica:FESTIVAL DE JAZZ DE MADRID

Jugar al despiste

El Festival de Madrid sigue jugando al despiste. Esta vez el concierto del Teatro Monumental empezó con más de media hora de retraso, invirtió el orden de actuación previsto y mezcló, con criterio discutible, el jazz con el pop instrumental.Abrió John Scofield con una propuesta original y consistente. A partir de elementos que se remontan a los tiempos del blues rural, el guitarrista ha levantado un universo propio, homogéneo y armónico. Puede ponerse en duda su forma algo turbia, dislocada y abstracta de tocar la guitarra, pero su concepto musical, hospitalario con todos los rasgos ese...

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El Festival de Madrid sigue jugando al despiste. Esta vez el concierto del Teatro Monumental empezó con más de media hora de retraso, invirtió el orden de actuación previsto y mezcló, con criterio discutible, el jazz con el pop instrumental.Abrió John Scofield con una propuesta original y consistente. A partir de elementos que se remontan a los tiempos del blues rural, el guitarrista ha levantado un universo propio, homogéneo y armónico. Puede ponerse en duda su forma algo turbia, dislocada y abstracta de tocar la guitarra, pero su concepto musical, hospitalario con todos los rasgos esenciales del jazz, no admite reproches serios. Buena parte del mérito le corresponde a su excepcional sección rítmica y a los dos invitados que ha buscado para llevar a buen fin su último proyecto, dedicado a recrear el soul jazz típico de mitad de siglo, ya magníficamente plasmado en el disco Hand jive, sin duda uno de los mejores del año.

John Scofield soul-jazz y Bill Evans Band

Madrid. Teatro Monumental. 8 de noviembre

La convencida sobriedad del contrabajista Dennis Irwin y la asombrosa flexibilidad de Bill Stewart, una maravilla de batería, definen el carácter de uno de los equipos rítmicos más inteligentes y rotundos del momento. Larry Goldings, tan correcto al órgano como al piano, y Eddie Harris, un excelente saxofonista injustamente olvidado hasta su reciente descubrimiento por los vanguardistas del movimiento M-Base, enriquecen la tímbrica del quinteto desde ángulos contrastados pero compatibles.

El descanso sonó a clarín de cambio del tercio. Si la escueta batería de Stewart parecía fabricada en caucho, la exagerada de Scooter Warner tenía el gris del pesadísimo mazacote de hormigón bien fraguado. De ella salían los ritmos rígidos y cuadrados que prefiere Bill Evans, un habitual de las revistas norteamericanas de jazz con glamour. Quien alcanzara notoriedad gracias a su asociación con Miles Davis, sabe que el cruce del jazz con el hip hop es lo que se lleva y se ha apresurado a elaborar su propia versión del intento.

Su cándida forma de fusión carece de la frescura de la de un vanguardista como Steve Coleman y del refinamiento que envolvía la del Miles tardío.

En los tempos vivos, magnificados por un volumen atroz, Evans disimuló la falta de ideas con desgañitadas repeticiones de simples frases rítmicas, mientras que en la única balada, cursi hasta el rubor, no pudo resistir más e hizo partícipe a toda la audiencia de su enorme interés por suplir las posibles bajas laborales de Kenny G. Aunque ya había muchos candidatos, seguro que se le tiene en cuenta.

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