Tribuna:

Cuba, EE UU y la hora de España

La relación entre Cuba y EE UU ya estaba profundamente alterada mucho antes de que la Revolución Cubana pusiera fin a una tiranía corrupta instalada por el gigante del Norte. Ahora, la distancia de 140 kilómetros que separa Cuba de Florida parece infinita. Desgraciadamente, con o sin el acuerdo habido en la disputa sobre emigración, es más que posible un enfrentamiento fatal con consecuencias imprevisibles para ambos pueblos. Ha llegado la hora de que la única nación cuyo Gobierno puede hablar con franqueza con ambos antagonistas dé un paso determinado. Una iniciativa española contaría con seg...

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La relación entre Cuba y EE UU ya estaba profundamente alterada mucho antes de que la Revolución Cubana pusiera fin a una tiranía corrupta instalada por el gigante del Norte. Ahora, la distancia de 140 kilómetros que separa Cuba de Florida parece infinita. Desgraciadamente, con o sin el acuerdo habido en la disputa sobre emigración, es más que posible un enfrentamiento fatal con consecuencias imprevisibles para ambos pueblos. Ha llegado la hora de que la única nación cuyo Gobierno puede hablar con franqueza con ambos antagonistas dé un paso determinado. Una iniciativa española contaría con seguridad con el apoyo de la Comunidad Europea y del grupo iberoamericano.Hay que considerar el inmovilismo absoluto al que nos enfrentamos por ambas partes. Clinton ha logrado por fin un mínimo de racionalidad al aceptar las conversaciones sobre emigración con Cuba. La Casa Blanca ha abandonado discretamente su amenaza de bloqueo. Los cubanos tienen razón, objetiva y moralmente: el problema de la emigración es inseparable de un contexto más amplio, que incluye el embargo de EE UU.

Muchas personalidades públicas de EE UU están de acuerdo. Antes de su muerte, Nixon se mostró a favor de amplias negociaciones con Castro. Ahora, el jefe del grupo republicano en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Lugar, se ha hecho eco de la postura de Nixon. Las maniobras a corto plazo del presidente Clinton y su trillada retórica han sido muy criticadas en el Congreso, la prensa y las universidades, y, aunque más discretamente, por muchos diplomáticos estadounidenses. Por supuesto, un grupo de cubano-estadounidenses de Miami ha exigido ruidosamente un bloqueo, incluso una invasión. Sin embargo, estas personas son consideradas por la mayoría de los expertos como obstáculos para la elaboración de una política cubana que responda al interés nacional.

La opinión pública general, por su parte, no desea nuevas aventuras imperiales. ¿Por qué ha fracasado Clinton de forma tan manifiesta a la hora de aprovechar la ocasión para empezar a negociar un acuerdo con Castro? Sus asesores políticos consideran que, dada su actual posición débil, no se puede permitir riesgos en la política exterior. Después de todo, los chinos -tras obtener la condición de nación favorecida comercialmente- han roto manifiestamente las promesas que hicieron sobre derechos humanos. La crisis cubana tiene repercusiones mucho más directas para el prestigio de Clinton. Sus muy inciertas posibilidades de reelección en 1996 le exigen ganarse a Florida. El Gobierno y los ciudadanos de dicho Estado insisten en que no pueden permitirse los costes monetarios ni sociales de una mayor inmigración cubana. Pero los cubano-estadounidenses más organizados y ruidosos quieren que el Gobierno de EE UU trate de derrocar a Castro. Es evidente que Clinton está prácticamente paralizado.

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Hay otros motivos, menos evidentes, para su (frenética) pasividad. Incluso presidentes estadounidenses fuertes han encontrado difícil controlar a la CIA. Clinton no está seguro de saber lo que la CIA, vinculada a los cubano -estadounidenses desde su derrota común en la bahía Cochinos, está haciendo en Cuba, o lo que podría hacer si Clinton emprendiera negociaciones serias. Dejando eso a un lado, toda la tradición nacional de EE UU hace difícil para cualquier Gobierno norteamericano aceptar desafíos, o simplemente diferencias, en el Caribe.

Estados Unidos ha apoyado a los regímenes más represivos siempre que fueran amistosos. La supervivencia de Castro es interpretada por la implícita ideología norteamericana de la dominación no como una anomalía que pasará, sino como una afrenta flagrante. Son ciertas las palabras de Clinton de que corresponde a Castro iniciar un diálogo con el pueblo cubano. Pero su rechazo a emprender cualquier acción que haga posible ese diálogo, combinado con su insistencia en que EE UU lo supervise, hace que sus palabras resulten extremadamente hipócritas. Entretanto, las cada vez mayores desigualdades económicas en EE UU y su incapacidad para proporcionar un seguro sanitario a un segmento importante de su población no impide naturalmente que EE UU recomiende el mercado libre a los cubanos.

Castro, por supuesto, no es ni un santo revolucionario ni una víctima totalmente inocente. Las prisiones cubanas están demasiado llenas como para permitir esa interpretación. Su versión del estalinismo ha destruido muchas de las promesas de la Revolución Cubana. ¡Qué humillante resulta para la figura que prometió liderar a todo un continente contra los yanquis el que los únicos cubanos que pueden vivir decentemente sean los que tienen dólares de Miami, y qué humillante resulta también para los cuadros y los defensores del régimen!

Castro no quiere acabar como Honecker o Gorbachov. Haría bien en recordar la advertencia que Gorbachov hizo a Honecker semanas antes de la caída del régimen comunista alemán: los que se retrasen serán castigados por la historia. Esa idea no ha caído en saco roto en el caso de muchos camaradas de Castro, especialmente los más jóvenes. Si Castro insiste en su rechazo a emprender reformas políticas serias, es seguro que abrirá el camino a la vuelta de Mas Canosa -un Batista con traje- Del mismo modo que la tradición nacional limita la racionalidad en la política cubana de EE UU, la visión que Castro tiene de EE UU está modelada por dos siglos de desconfianza. El que esta desconfianza sea justificada no significa que pueda servir como sustituto de un proyecto histórico.

En estas circunstancias extremadamente poco prometedoras, ¿para qué serviría una iniciativa española? Precisamente porque la situación es tan sombría y ambas partes están prisioneras de sí mismas, una iniciativa podría ser especialmente bien acogida por ambas. Un paso español, respaldado por la Comunidad Europea y el grupo iberoamericano, tendría un amplio eco en la opinión pública norteamericana, entre otras cosas porque ofrecería al presidente Clinton una salida honrosa. En realidad no existe la necesidad inmediata de que España presida una conferencia. Con la experiencia de la transición a la democracia, y también con la experiencia de difíciles negociaciones con EE UU en torno a las bases, España está en una posición idónea para dirigirse alternativamente a Cuba y a EE UU, hasta que estén dispuestos a buscar puntos de acuerdo.

Por supuesto, una iniciativa española podría fracasar, pero eso no debería ser un freno. El fracaso real para los que desean evitar un desastre tanto a Cuba como a EE UU sería el resignarse a la impotencia.

Norman Birnbaum es profesor en la Facultad de Derecho de la"Universidad de Georgetown. Fue asesor del Consejo de Seguridad Nacional en la Administración de Carter.

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