Tribuna:

Una ópera distinta

A menudo, uno está inclinado a plantear serias dudas sobre la validez cultural de la ópera, sobre todo si uno ha sido víctima de algunos de nuestros teatros en los que siguen las sucesivas degradaciones del viejo entusiasmo -adecuado originariamente a su ingenua popularidad- por el melodrama del Ochocientos. Devez en cuando, no obstante, aparece el milagro de su actualización y, por lo tanto, de su nueva justificación cultural. Un milagro reciente es la Elektra de Richard Strauss que estos días se ha representado en la Scala de Milán, bajo la batuta de Giuseppe Sinopoli, con la voz bril...

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A menudo, uno está inclinado a plantear serias dudas sobre la validez cultural de la ópera, sobre todo si uno ha sido víctima de algunos de nuestros teatros en los que siguen las sucesivas degradaciones del viejo entusiasmo -adecuado originariamente a su ingenua popularidad- por el melodrama del Ochocientos. Devez en cuando, no obstante, aparece el milagro de su actualización y, por lo tanto, de su nueva justificación cultural. Un milagro reciente es la Elektra de Richard Strauss que estos días se ha representado en la Scala de Milán, bajo la batuta de Giuseppe Sinopoli, con la voz brillante de Gabriele Schnaut. La calidad de la partitura y de los artistas se da como punto de partida incuestionable. Pero lo que genera el milagro es la dirección escénica de Luca Ronconi y el decorado -llamémosle arquitectura ambiental- de Gae Aulenti.La tan reiterada consideración de la ópera como "obra de arte total" es desgraciadamente poco válida en la mayor parte de espectáculos que se ofrecen en nuestro país, donde gestores, público y músicos siguen distraídos en las cursilerías de algunos montadores iletrados y anticuados, en las que se acaba atendiendo exclusivamente a la filigrana vocal de los divos. Nos llegan escasos ejemplos de lo que se intenta producir en países donde la ópera está más viva. Es una sopresa cuando aparecen casi por casualidad algunos ejemplos modernizadores que, por insólitos, ni siquiera son apreciados por el público, ya adherido a aquellas cursilerías. En las últimas temporadas se recuerdan escasos acontecimientos: el Einstein on the beach de Wilson, el Tanhauser de Kupfer, las Nozze di Figaro de Peter Sellars y no muchos más. Recordamos, en cambio, escenarios ridículos que ni siquiera pretenden la ingenua autenticidad de los decorados ochocentistas.

En Italia el concepto totalizador del espectáculo tiene raíces profundas y serias. Por ejemplo, el Laboratorio de Progetazzione Teatrale de Prato (1976-78) fue una base de investigación muy importante. Allí se cimentó la colaboración Ronconi-Aulenti que dio muy pronto resultados magníficos tanto en el teatro como en la ópera. Il Viaggio a Reims en el Festival Rossini de Pesaro fue quizás la culminación de esa manera nueva de trabajar la vieja máquina operística.

La música de Strauss y el texto de Hofmannsthal presentan la apasionante ambigüedad entre la clasicidad del famoso mito y su versión en el ambiente de la Viena de principios de siglo, asimiladas ya las interpretaciones del racionalismo iluminista del Setecientos y del historicismo romántico del Ochocientos. Ronconi con el apoyo de la arquitectura de Aulenti ha sabido mantener el valor de aquellas ambigüedades, con una atemporalidad -no una retemporalidad- que permite imponer otra vez una estructura estable en la que el mito se recompone. Lograr que la música voluntariamente estrujada y puntiaguda de Strauss se adapte a una reestructuración compositiva es un nuevo valor expresivo, una síntesis de todos, sus puntos de procedencia.

A ello contribuye la escenografía de Aulenti, una arquitectura cuyos discretos movimientos permiten contemplarla como si el espectador se moviera en su interior. Permiten, además, la presencia dramática de grandes signos expresivos -la carnicería almacenada en un ambiente sangriento tan hiriente como un montaje de Kounellis o la presencia de una Elektra harapienta en un establo donde se acumula la marginalidad de la basura -que se añaden al ritmo casi cinematográfico que ha impuesto Ronconi. La superposición del primer plano a un fondo multitudinario más dinámico es seguramente uno de los mayores aciertos en este sentido.

Esta Elektra ha logrado que uno se vuelva a interesar por los valores plásticos de la ópera, sin los cuales el espectáculo deja de ser un espectáculo para ser un simple concierto histórica y socialmente mal interpretado. También ha logrado que nos fijemos nuevamente en la capacidad de algunos arquitectos en tratar la escenografía por otros cauces, una tradición a veces demasiado olvidada. Renzo Piano, por ejemplo, entre otras ofertas interesantes ha dedicado también muchos esfuerzos positivos en esta línea. No nos explicamos, en cambio, por qué los arquitectos y diseñadores españoles no han sido nunca llamados a este campo que les sería tan adecuado.

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