Tribuna:

Dos autobuses llenos de locos

Ser un profesional del cine en España es uno de los oficios más duros que se puedan imaginar. Detrás de la parafernalia y la cuatricomía subyace una realidad áspera frente a la que sólo una vocación muy definida y una constancia que casi bordea lo irracional podrían explicar el deseo de las viejas y jóvenes generaciones por formar parte de un gremio que, como los dinosaurios, tiene todos los boletos de la rifa para la extinción.El nuestro es un país en el que por circunstancias políticas y económicas de prolija y obvia numeración ha valorado en poco a su propia cinematografia. Políticamente, l...

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Ser un profesional del cine en España es uno de los oficios más duros que se puedan imaginar. Detrás de la parafernalia y la cuatricomía subyace una realidad áspera frente a la que sólo una vocación muy definida y una constancia que casi bordea lo irracional podrían explicar el deseo de las viejas y jóvenes generaciones por formar parte de un gremio que, como los dinosaurios, tiene todos los boletos de la rifa para la extinción.El nuestro es un país en el que por circunstancias políticas y económicas de prolija y obvia numeración ha valorado en poco a su propia cinematografia. Políticamente, la larga y tediosa etapa franquista manifestó un especial empeño en controlar un medio que, pese a todo, conseguía una audiencia estimable. El control no sólo era interno -con una censura queempezó rígida y acabó, como todas, inmersa en el delirio y la arbitrariedad- sino, también, externo: permitiendo el progreivo monopolio de la muy poderosa, eficaz y brillante industria norteamericana.

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En el ámbito económico, la ofuscación o la habilidad -esto siempre es discutible- del mundo financiero se manifestó con total desprecio por invertir una industria que no conocía en la que no creía. Ese desinterés permitió que surgiera una subasta de productores, distribuidores y exhibidores en los que la picaresca y la zafiedad eran su guía. Naturalmente siempre hubo, y hay, sorprendentes excepciones que han conseguido esa milagrosa y minoritaria especie de filmes espléndidos, competitivos y rentables. Nombres como los de Emiliano Piedra, Querejeta, Andrés Vicente Gómez, Megino, Durán, Portabella o Gerardo Herrero, entre otros, han sido o son las excepciones a esa regla de vulgaridad y cortas miras. Realizadores-productores, otra rara subespecie que ha proliferado en España como consecuencia de la depauperación industrial, como Almodóvar, Borau, Colomo, el propio Trueba, Gonzalo Suárez, Armiñán, Bigas Luna... han conseguido vencer las resistencias de lo establecido. Si a todos ellos se añaden los de Berlanga, Azcona, Carlos Saura, Regueiro, Erice, Gutiérrez Aragón, García Sánchez, Bajo Ulloa, Medem, Miró, Josefina Molina, Vega, Gonzalo Herralde y pocos más, tendríamos un selecto grupo -un par de autobuses en total- que ha conseguido dos Oscar, numerosos premios internacionales, algún que otro taquillazo, y el reconocimiento de quienes valoran en su justa medida el no haber tirado la toalla frente a tanta mediocridad, torpeza y dejadez.

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