Tribuna:

Iberoamerica, una tarea para la UE

Se ha hablado con frecuencia de España como puente con Iberoamérica, pero desde cualquier aeropuerto de Iberoamérica se puede volar a cualquier aeropuerto europeo. Ni Cádiz ni Sevilla tienen el monopolio del comercio con las Indias, como sucedió durante siglos. Ni tampoco controlan esos puertos la entrada ni la salida de personas, de doctrinas, ni de nada. Está claro que en estos tiempos afirmar que España sea el, puente, de Europa con Iberoamérica no pasa de ser una falacia.Además, los acuerdos de Schengen sobre la libre circulación de personas en el interior de la Unión Europea, que deberían...

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Se ha hablado con frecuencia de España como puente con Iberoamérica, pero desde cualquier aeropuerto de Iberoamérica se puede volar a cualquier aeropuerto europeo. Ni Cádiz ni Sevilla tienen el monopolio del comercio con las Indias, como sucedió durante siglos. Ni tampoco controlan esos puertos la entrada ni la salida de personas, de doctrinas, ni de nada. Está claro que en estos tiempos afirmar que España sea el, puente, de Europa con Iberoamérica no pasa de ser una falacia.Además, los acuerdos de Schengen sobre la libre circulación de personas en el interior de la Unión Europea, que deberían haber entrado en vigor a partir del 1 de diciembre de 1993 para 9 de los 12 países, porque Irlanda, Reino Unido y Dinamarca se excluyeron, obligan a edificar una frontera común exterior para el ingreso de personas, y, por consiguiente, impedirán en adelante la libre entrada que hasta ahora tenían en España las gentes de origen iberoamericano. De ahí los disgustos colosales de García Márquez, que prometió no volver a España mientras se exigieran visados de entrada.

Pero los observadores y estudiosos españoles al examinar el desarrollo de la Comunidad Europea han advertido el papel relevante desempeñado por Francia o el Reino Unido respecto de los países que formaron parte de sus antiguos imperios coloniales, y, cuando España se incorporó a la Comunidad Europea, entre las aportaciones más esperadas y más valoradas de nuestro país, al acervo de la política internacional comunitaria, figuraban esas especialísimas relaciones con Iberoamérica, en primer lugar, y, también, con el mundo árabe.

A España, fuera de toda ingenua pretensión de exclusividad, le incumbe el deber de activar la conciencia europea sobre Iberoamérica. De esa tarea de activador, de catalizador de la con ciencia europea sobre Iberoamérica, España no debiera desertar. Debe atenderla en la misma, o en mayor proporción, en la que Francia es un decidido activista en favor de África, o el Reino Unido, en favor de los países que estuvieron bajo su corona. Imaginemos lo que harían los fran ceses si en lugar de te ner detrás el Gabón o el Camerún y otros países semejantes tuvieran detrás México, Argentina, Venezuela, Chile, Perú, Colombia, etcétera.

Llegados a este punto, conviene resaltar que fue en América donde primero y donde mejor se aclimataron las formas culturales y políticas propias de la civiliza ción europea. En ningún otro lugar del mundo se ha producido una recepción a los aportes europeos semejante a la de América. Las relaciones de Europa y América desmienten que la distancia se mida en kilómetros. Porque la distancia de Europa con América en el espacio pluridimensional de la civilización es mucho menor que con su contigua Asia o con su inminente África. América es mucho más cercana a Europa porque forma un continuo de civilización compartida en ambas orillas atlánticas. El idioma puede proporcionar alguna ilustración a todo lo anterior. Cualquier marroquí, tunecino o argelino, si se le pregunta cuál es su lengua contestará sin dudar que el árabe. Como si se pregunta a un keniano es seguro que responderá que el suajili. Otra cosa es que en. cada uno de esos países haya una delgada capa dirigente que hable el francés, o que el inglés haga de lengua franca en otros países para entenderse en el mundo de los negocios, y de la política internacional. Pero la presencia del francés y del inglés en algunos de esos países está claramente en retroceso. Saber idiomas se considera, en estos tiempos de integrismo, un síntoma de flojera patriótica. Pero ningún colombiano, ningún argentino, ningún chileno, alberga dudas cuando se le pregunta cuál es su idioma, sabe que es el español. Los iberoamericanos más que usuarios del español son sus copropietarios, con título tan legítimo como el nuestro.

Éstas y otras realidades del mundo hispanohablante configuran, en mi opinión, una comunidad de enorme potencialidad, pero han permanecido inertes y cerradas sobre sí mismas, sin engendrar las consecuencias esperables. Por eso deberíamos ayudar a su alumbramiento, advertidos como estamos, nada menos que por don José Ortega y Gasset, de que toda realidad que se ignora prepara su venganza.

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