Tribuna:

Inveintar la realidad

Una de las compensaciones mayores de esa extraña pasión que consiste en editar libros es tener el privilegio de compartir con su creador esa parte final del proceso de la escritura que consiste en hacerlo tangible, en entregarlo a un destinatario que, en el caso de los escritores llamados de culto, espera ansioso desde Dios sabe cuánto tiempo un nuevo guiño de complicidad. Con Juan Benet, con don Juan, las pejigueras propias del caso, la relación entre autor y editor, se convertían en el tira y afloja más enriquecedor que imaginarse pueda. Cuando Manuel Rodríguez Rivero -amigo de don Juan hace...

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Una de las compensaciones mayores de esa extraña pasión que consiste en editar libros es tener el privilegio de compartir con su creador esa parte final del proceso de la escritura que consiste en hacerlo tangible, en entregarlo a un destinatario que, en el caso de los escritores llamados de culto, espera ansioso desde Dios sabe cuánto tiempo un nuevo guiño de complicidad. Con Juan Benet, con don Juan, las pejigueras propias del caso, la relación entre autor y editor, se convertían en el tira y afloja más enriquecedor que imaginarse pueda. Cuando Manuel Rodríguez Rivero -amigo de don Juan hace más años y buen conocedor de los pormenores de un carácter que uno atisbaba desde mayor distancia- y yo iniciamos las gestiones para publicar En la penumbra en Alfaguara, nos encontramos con un Benet dispuesto a rebasar la linde de ese grupo de lectores fieles que desde años sabían cuál era la prosa mayor de las letras peninsulares, con un Benet decidido a contagiar a sus editores un entusiasmo que irrebasable en lo literario, tal vez no supusiera en principio las mismas cotas de seguridad comercial. El caso es que de En la penumbra se vendieron en un año 20.000 ejemplares, y entre y uno y otros demostramos que, en ocasiones, la exigencia más feroz es capaz de ganarse el lugar que otras veces ocupa lo más tibio y tantas la vulgaridad.

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Fidelidad

Benet, que nunca quiso tener agente que moviera sus libros o defendiera sus intereses económicos, ejerció con sus editores esa virtud de la fidelidad que hoy añoramos como la composición tipográfica con plomo o los cuentahilos de bronce. Una fidelidad generosa, nacida de la consciencia de participar en un proyecto de su agrado, de formar parte de un catálogo en el que se sentía bien instalado junto a alguno de sus pares, pudiendo cruzar cómodamente la línea recta que unía Región con Yoknapatawpha.

Fiel, generoso, inteligente, demasiado inteligente tal vez para una sociedad literaria que en ocasiones lo soportaba con la dificultad de quien no puede hacerse con un adversario claramente superior y a quien, por eso, se teme. Lleno de cultura hasta la extenuación, recuerdo. su reproche -único y bien ligero- a la edición de En la penumbra, que consistía en haber citado en la cuarta de cubierta, como referencias de su manera narradora, a Joyce, Conrad, Faulkner y Proust. De los tres primeros podía considerarse heredero, decía, pero para nada de Proust, un autor que no estimaba tanto por más que determinados rasgos de su prosa -el dilatado periodo- le emparentaran en cierto modo con él. Tras el nunca para el propio Benet sorprendente éxito de En la penumbra, otros proyectos que no eran sino la reedición paulatina de su obra narrativa -sobre todo poner de nuevo a disposición de los lectores esa obra maestra absoluta que es Saúl ante Samuel- y el ánimo a reemprender una escritura que a veces se hacía demasiado cuesta a arriba quedaron, por razones profesionales, en la cabeza o en las manos de otros. Pero ser editor de Juan Benet es algo que ya había impreso su carácter en quien esto firma y en quien, estoy seguro, comparte conmigo. estas líneas como compartió conmigo aquella aventura. Editar es a veces -cuando permite cruzarse con personas tan exquisitamente sinceras, tan delicadamente nobles- un raro privilegio, un don, la oportunidad de una lección que no se olvida.

No creo que su propio país se haya portado con Juan Benet con la misma generosidad que él ha derrochado hacia su literatura, enriqueciéndola con una prosa que sólo en Valle alcanza parangón en este siglo. Alguna mano mezquina empezará hoy a conocer la diferencia entre la memoria y el olvido, y seguramente los juzgadores oficiales de la cosa cultural se preguntarán por qué nunca le dieron ninguno de esos premios -sólo la Comunidad de Madrid lo hizo- que empiezan a ser un poco como un saldo y que en el pecado de no tenerlo en cuenta llevarán la penitencia de no poder presumir de él. Ya no puede ser. Y tanto da. Bien sabía don Juan que en el viaje de invierno que emprendió el día que dio a la imprenta Nunca llegarás a nada habría de atravesar los mismos páramos que el personaje de los versos de Müller puestos en música por su adorado Schubert. Porque, al fin y al cabo, y como el propio Benet decía poco más o menos-enla última frase de La inspiración y el estilo, que cito de memoria-, ¿qué barreras pueden prevalecer contra un hombre capaz de inventar la realidad?

es escritor y editor

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