Crítica:

Magnífico, Calderón aparte

Una verdadera fiesta, más o menos barroca; unos maravillosos trajes; una bella música del maestro Tomás Marco, que toma una cierta picardía de la época evocada y se lanza a las menos audacias posibles, y que es más que incidental (aunque a veces sirva para subrayar situaciones); una coreografía agradable. A veces, todos estos trabajos de baile, canto, orquesta y movimiento de escena consiguen espléndidos momentos.Probablemente, en un buen teatro, con asientos cómodos, con la ejecución de todo sin micrófonos -y, por tanto, sin altavoces- y sobre todo sin la grave exposición al frío -el que vaya...

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Una verdadera fiesta, más o menos barroca; unos maravillosos trajes; una bella música del maestro Tomás Marco, que toma una cierta picardía de la época evocada y se lanza a las menos audacias posibles, y que es más que incidental (aunque a veces sirva para subrayar situaciones); una coreografía agradable. A veces, todos estos trabajos de baile, canto, orquesta y movimiento de escena consiguen espléndidos momentos.Probablemente, en un buen teatro, con asientos cómodos, con la ejecución de todo sin micrófonos -y, por tanto, sin altavoces- y sobre todo sin la grave exposición al frío -el que vaya, y debe ir todo el mundo, que se lleve un buen abrigo-, sería un acontecimiento. El aire libre, aunque tenga la grandeza de la plaza Mayor de Madrid y como foro la renovada fachada de la Casa de la Panadería, nunca es amigo del teatro. Ni siquiera la dirección de escena ni las piezas elegidas requieren un escenario tan enorme como el previsto. Es una curiosa tradición madrileña la de celebrar estas representaciones a descubierto, con un clima que no le corresponde más que unos cuantos días al año.

La ventaja que tiene este espectáculo visual y la lucha contra él frío -oí a un espectador decir que "con este frío no se puede pensar"- es que no tiene uno que atender a los textos excesivamente, ni siquiera mantener una actitud crítica. Ya se sabe lo que es el teatro barroco: unos versos difíciles que chocan siempre con los actores de hoy, unos conceptos que a veces son inasibles y otras excesivamente simplones. También se sabe lo que era Calderón de la Barca, en estos escritos de encargo y con la entonces loable intención de servir a la eucaristía: una buena propaganda de la moral. Los asquerosos libros de los heterodoxos, que había que pisotear; las llamadas de los instintos y de los sentimientos, que había que abandonar. La gracia, que espera ver qué traen del mercado metafórico -el de la vida, el del mundo- sus dos pretendientes, elegirá al que lleva el cilicio, el harapo sencillo, la cruz, y el pan y el vino donde están el cuerpo de Dios, cosa que a los heréticos les parece imposible porque, en su atrofia cerebral, no encuentran posible que un cuerpo humano quepa en tan pequeño lugar, y si fuera así, comérselo sería un canibalismo bárbaro más que un acto de adoración. Parece que tenían razón: no se sabe nunca. En cuanto a las gracias habituales, en la época de Calderón y en esta misma, no las veo yo inclinadas a elegir el cilicio y la pobreza. Quizá me equivoco.

Bailes y mojiganga

Este texto de El gran mercado del mundo viene precedido de su correspondiente loa y está rodeado de unas folías, de un entremés de Quiñones de Benavente -donde los dos pretendientes, sacristanes, habrán de ser elegidos por su capacidad de tocar el órgano: me refiero al musical, naturalmente, como aclaró hace muchísimos años un locutor de radio que transmitía un concierto-, de más espléndidos bailes y de una mojiganga, la de Las visiones de la muerte, de un Calderón de la cepa divertida (y hay que añadir que la tendencia general hacia lo cómico y lo divertido viene en mucho del ingenio de Miguel Narros y de su buena voluntad); es decir, de mucho, de muchas cosas. Esta generosidad de los creadores del espectáculo es loable, pero quizá fuera más de agradecer algo menos de esfuerzo; algo menos, o bastante menos, de las casi tres horas que dura el espectáculo. Yo, lanzado a la sinceridad, me atrevería a decir que lo que sobra es el propio auto sacramental de Calderón, no sólo por mi fastidio general de todas las propagandas del poder y de las bellezas versificadoras que ocultan los verdaderos pensamientos de los autores, sino porque en él se quiebra el ritmo que lleva el espectáculo, y que es muy brillante. No hablo de la tortura del frío y el viento helado que saltaba desde la sierra por encima del Viaducto y picaba sobre el público desde los tejados dé pizarra, sino en condiciones normales de clima y de asiento. El teatro hoy tiene sus límites, impuestos por ciertas condiciones de la vida cotidiana. Incluidos los horarios de las grandes mayorías. Si esto se siente en un buen espectáculo como lo es éste, incluso excepcional, hay que ver lo que sucede con los demás. Bien, esto es una cosa sabida, y muchos directores siguen ya esta obligación del teatro en su medida.

Muchas personas abandonaron las gradas. Primero aprovecharon algunos breves tiempos muertos para huir, encogidos, avergonzados; luego se fueron lanzando por las crujientes y resonantes escaleras sin ningún pudor. Entre el verso y el clima pudieron con ellos. La mayor parte resistimos, con lo cual queda demostrado que la fascinación de lo que se veía y se escuchaba -me refiero a la música de Tomás Marco- estaba por encima de la comodidad personal. Las ovaciones y los bravos fueron justos.

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