Crítica:LA SCALA

Romper el embrujo

La Prensa italiana del day after era un clamor: triunfo absoluto en La Scala de La Traviata; Tiziana Fabbricini, nuevo astro del firmamento lírico de la era posterior a la Callas; Riccardo Muti, el héroe que conjuró el hechizo de devolver el título al teatro milanés, ausente de las programaciones durante 26 años tras el fracaso de Mirella Freni y todo un Karajan.Desde luego, hace falta conocer muy bien ese adorable y apasionado país que es Italia para entender la dimensión exacta de toda esta movida lírica, a todas luces desproporcionada vistas las cosas desde cierta distancia. Porque n...

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La Prensa italiana del day after era un clamor: triunfo absoluto en La Scala de La Traviata; Tiziana Fabbricini, nuevo astro del firmamento lírico de la era posterior a la Callas; Riccardo Muti, el héroe que conjuró el hechizo de devolver el título al teatro milanés, ausente de las programaciones durante 26 años tras el fracaso de Mirella Freni y todo un Karajan.Desde luego, hace falta conocer muy bien ese adorable y apasionado país que es Italia para entender la dimensión exacta de toda esta movida lírica, a todas luces desproporcionada vistas las cosas desde cierta distancia. Porque no había para tanto. Ni era iusto comparar a la pobre Fabbricini con la Callas antes del estreno ni lo es, tras él, declararla su sucesora única, heredera de todas sus glorias. Aquí quien se ha equivocado estrepitosamente ha sido el propio teatro, que, al no programar una ópera tan popular como ésta durante tantos años, ha sido el principal artífice del mito de su insuperabilidad.

La Traviata

De Giuseppe Verdi, sobre un libreto de Francesco Maria Piave. Principales intérpretes: Tiziana Fabbricini, Roberto Alagna, Paolo Coni, Nicoletta Curiel, Enrico Cossutta. Dirección escénica: Liliana Cavani. Decorados: Dante Ferretti. Vestuario: Gabriella Pescucci. Coreografía: Micha van Hoecke. Dirección musical: Riccardo Muti. Milán, Teatro La Scala, 21 de abril.

Ha hecho falta que viniera Muti, el único que en medio de toda esta alharaca ha sabido mantener la cabeza fría y decir cuatro cosas sensatas para des hacer el entuerto. El éxito de su iniciativa debe satisfacerle, sin duda, pero puede que le haya dejado también cierta inquietud, porque la acogida que ha tenido no es normal de ningún modo. Cabe una única explicación al fenómeno. La gente quería que La Traviata, su Traviata, triunfara porque tenía mono de ella. Cuando se oyó la otra noche esa melodía tensa de muerte con que los violines abren el preludio, el teatro entero se estremeció y a más de uno debió de escapársele una lágrima (furtiva, naturalmente). Ocurre que en Italia ese título adquiere una dimensión emblemática como momento culminante -a la vez punto de llegada v de proyección hacia el futuro- de todo el melodrama del siglo XIX. Y eso es sentido como algo propio, profundamente íntimo,, reforzado además por las grandes interpretaciones históricas habidas en La Scala.

Para lograr su objetivo de devolver a la normalidad -por lo menos a cierta normalidad- la obra verdiana, Muti no tenía más opción que recurrir a cantantes jóvenes y desconocidos. Por un doble motivo: para evitar las comparaciones, pero también para moldear a los intérpretes según su propia sensibilidad. Si el director no ha alcanzado del todo su primer objetivo, sí que ha logrado totalmente el segundo. Y ahí, en nuestra opinión, es donde está el límite de toda esta operación.

La Fabbricini posee una voz a la vez robusta y limpia, con facilidad para los pianissimi y el agudo. Menos bien tiene la parte central y el registro grave de la tesitura, que posiblemente mejorarán con los años. En definitiva, una voz que debe ganar aún en homogeneidad, aunque hay que añadir que este papel de homogéneo no tiene nada: es ligero en el primer acto; dramático, en el segundo, y casi declamado, en el tercero. Hasta ahí nada de particular. Ahora bien, le falta ganar personalidad, crear el personaje desde dentro -y esto es absolutamente necesario con Violeta, de lo contrario la Callas no habría triunfado nunca-, sentirlo en toda su turbulencia. Y no: la Fabbricini siguió ciegamente las por otra parte sensacionales indicaciones de Riccardo Muti, sin añadir una coma, un suspiro, un desmayo no previsto por el director...

Voz clara, timbrada, muy bonita es la del tenor Roberto Alagna (Alfredo), cuyo cometido, al mantenerse su parte fundamentalmente en el registro central, es bastante menos comprometido que el de la soprano. El también adoleció, sin embargo, de una sumisión total, excesiva, a la batuta. Más suelto estuvo el barítono Paolo Coni (Germont) que cantó una extraordinaria Di Provenza y en el dúo con la Fabbricini obtuvo uno de los momentos más bellos de la obra. A ello contribuyó el soberbio acompañamiento orquestal de Muti, que basa su idea de la obra en los contrastes, tanto dinámicos como agógicos. Excelente.

Bellísima e inteligente la puesta en escena de Liliana Cavani: con Traviata el realismo se impone, porque cada melodía es una emanación directa de la sociedad burguesa de mediados del siglo pasado. Excesivo estatismo en la dirección de los intérpretes, eso sí. Pero quizá Muti quiso evitar distracciones a sus jóvenes pupilos, cosa comprensible dada la tensión de este estreno. Sea como sea, se ha roto el embrujo. Y que por muchos años los milaneses puedan gozar con su Violeta Valéry.

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